Por Jesús Chávez Marín
Hace dos meses me llamó Javier Félix y me dijo: Chávez, ¿cómo te va? Tengo aquí a mi amigo Bartolomé Piñones, él tiene 90 años pero parece de 50; anda con el proyecto de publicar su biografía que está escribiendo; le dije que tú eres un gran editor y le podrías ayudar. Antes de darme chanza de contestarle algo, me pasó al teléfono a Piñones. La voz me pidió que nos viéramos esa misma tarde, o a más tardar al día siguiente, en el Sanborns Mirador a las 10 de la mañana, que le urgía.
Cuando llegué a la cita, al centro del comedor vi en una mesa a un señor que de seguro era mi cliente, de aspecto tranquilo pero con la mirada ansiosa y las manos inquietas; sobre otra silla a su lado, había puesto un portafolios negro que no cerraba porque tenía roto el broche. Lo primero que me explicó luego del saludo fue que allí guardaba documentos secretísimos que ya luego me mostraría. Malo, pensé, otro lunático con tema palpitante de lugares comunes.
Le pregunté que cuántas cuartillas tenía ya escritas, me dijo que ninguna, bueno, sí, llevo algunos apuntes, pero déjeme platicarle de qué se trata, se va a quedar usted asombrado de lo que voy a contarle.
Fui ejecutivo de la Coca Cola en la Ciudad de México, en ese tiempo la dueña del mercado era la Pepsi, pero un grupo de expertos nos dimos a la tarea de desbancarla y de posicionar nuestra marca, y hasta la fecha. Luego un compañero y yo pusimos una embotelladora chiquita aquí en Cuauhtémoc y nos fue muy bien, hasta que él me hizo una mala jugada y me quedé sin mi parte. Me vine a esta ciudad y me dediqué a los bienes raíces y me ha ido muy bien.
Cuando dijo eso no pude evitar darle una mirada de reojo a su portafolios roto y a un celular de 15 pesos por donde le llamaban a cada rato sus hijos para saber si estaba bien. Lo que me daba mala espina es que no había escrito nada, pretendía que yo podría ayudarle a redactar desde la página uno todo el montón de grandes revelaciones y aventuras de lo que había sido su trascurso vital, y además los terribles secretos de la Coca Cola, seguramente los mismos que ya habían escrito otros autores hasta el cansancio: que la cocaína, el azúcar, el agua negra, la guerra mundial, el mercado agresivo, las trampas de la fe del ultra capitalismo.
Y vaya que le atiné: lo que fue sacando de su cartapacio fueron dos libros sobre la famosa bebida, uno en español de 570 páginas que fue best seller en lo años noventas llamado Dios, patria y Coca Cola, la historia no autorizada de la bebida más famosa del mundo; otro similar escrito en inglés, que me aseguró solo había circulado entre los altos ejecutivos de la compañía, como él; y una revista de 1976 sobre el mismo tema. Esos eran sus grandes documentos secretos que se encargaría de difundir en el mundo libre.
Ya para entonces había pasado dos horas de esa disparatada conversación, le inventé que tenía otro compromiso, pedí la cuenta de mi café e hice como que ya me iba.
Por supuesto, le voy a pagar sus honorarios, no faltaba más. Dígame cuánto sería. Hice un cálculo rápido, sin grandes esperanzas ya de que tendría un cliente que tuviera un mínimo de coherencia. Pensé: un psiquiatra le cobraría novecientos pesos la consulta de veinte minutos, yo le voy a pedir doscientos pesos la hora por enseñarle a escribir. Bien, señor Piñones. Vamos a trabajar en sesiones de dos horas cada semana, cada una le va a costar cuatrocientos pesos.
Trato hecho, me dijo, jamás acostumbro regatear.
Podemos trabajar en mi casa o en la suya, donde usted guste.
Prefirió que en su casa y me dio la dirección; quedamos en que iniciaríamos el próximo lunes a las 5 de la tarde.
El día señalado me llamó a las 10 de la mañana y me dijo que en esos días iniciaba la temporada fuerte de los bienes raíces, que por eso no podría por lo pronto iniciar nuestro taller literario, que quizá más adelante. Okey, le dije. Ahi usted me llama.
No me va a llamar nunca
Le anduve dando vueltas a la idea de reclamarle a Félix por haberme usado para quitarse de encima a un señor necio que lo visita en su oficina para quitarle el tiempo, pero preferí que no, después de todo para eso estamos también los amigos. Me debes una, Javier.