Por Ernesto Camou Healy
Esta semana cumplimos dos años de relativa reclusión por la pandemia del Covid-19. No ha sido una cuarentena extendida para la mayoría: Prácticamente en todo el mundo sólo una minoría ha podido encerrarse, mientras que una alta proporción de la población ha seguido trabajando para que la sociedad no colapse y han arriesgado su salud en ese afán.
La enfermedad ha seguido su curso y se ha ido logrando una cierta inmunidad de rebaño, en parte debido al esfuerzo por lograr vacunas efectivas y también por la resistencia que ha concedido la exposición al virus a los que han enfermado: Sí parece que, en personas con salud suficiente, los síntomas de una segunda infección resultan menos agudos. Ese también es el efecto de las vacunas.
La enfermedad ha ido cediendo: Hay menos contagios y, sobre todo, menos defunciones. El semáforo epidemiológico está en verde para casi todo el País. Si se mantiene así por varias semanas, podremos respirar tranquilos y pasar a construir una normalidad diferente, más cuidadosa de los demás, conscientes de que la salud es un tema colectivo; que para permanecer saludables necesitamos lograr que la mayor parte de la población, nacional y mundial tenga condiciones para una vida robusta y resistente.
Tener a segmentos mayúsculos de los mexicanos en condiciones de pobreza, como lo dejaron los gobiernos neoliberales desde hace tres décadas, no sólo genera sufrimiento y desolación para una mayoría de los connacionales, sino que también crea campos de cultivo para el desarrollo y dispersión de enfermedades como la que nos asoló a nivel planetario desde diciembre de 2019. Eso apunta a la urgencia de atender prioritariamente a la población que sigue en pobreza: si en esos estamentos no hay condiciones para una vida saludable, toda la sociedad está en riesgo; sin olvidar que esa penuria generalizada fue construida a través de una historia de manejo injusto de recursos y oportunidades. Construir la equidad social y económica es una opción irrenunciable, y es una tarea colosal porque ya comprobamos que resulta más rápida la globalización de los padecimientos que la de la salud y el bienestar.
Justo cuando comenzábamos a sospechar que vamos salvando el obstáculo de la epidemia, se desata una guerra infame en Europa y se amenaza, de un modo más inclemente, a la humanidad toda. La invasión despiadada a Ucrania ha sido una reacción brutal de un gobernante que parece un anacronismo en una Rusia que ha intentado transformarse a sí misma desde la disolución de la Unión Soviética. Sin duda ha sido uno de los cambios torales del panorama geopolítico mundial del siglo XX y también de este XXI que va dando tumbos epidémicos y también sociales y hasta bélicos.
Se debe insistir en que tanto la Unión Europea como los Estados Unidos y la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) no han sido espectadores inocentes del proceso que culminó en la ofensiva a Ucrania. Los Estados Unidos y sus aliados europeos han estado entorpeciendo la dinámica de reorganización política de Rusia y su entorno tradicional, al facilitar la integración de algunos estados antes soviéticos a la OTAN, su enemiga y parapeto desde antiguo. Mientras nuestro vecino al Norte no ha titubeado en aplicar su doctrina Monroe cuando se ha sentido apenas un poco amenazado, recordemos la Cuba de los sesenta, Chile en los setenta, Panamá al inicio de los noventa, a Rusia se le ha ido dejando poca capacidad de promover una nueva relación, no violenta, con países con los que ha convivido desde hace siglos.
Y si bien la reacción de Putin es condenable, no lo es menos la intromisión en su patio trasero: Lo acorralaron y reaccionó mal, ya muchos analistas lo habían advertido. No se justifica la guerra ni tampoco que la OTAN incremente su área de influencia en lo que parece un intento de doblegar a su viejo antagonista.