Por Jaime García Chávez
La transición mexicana a la democracia aparte de acompasada, tiene un déficit central: no le ha hecho absolutamente nada al viejo corporativismo sindical, está incólume. Durante lustros pugnamos por lanzar al PRI del poder que cuando se logró permaneció dentro de él, en lo esencial. El corporativismo jugó un rol importante en la política de masas de los gobernantes priistas, pero ya desgastado, corrompido y disminuido prestó gran servicio a la precisa hora en la que se implantó el modelo neoliberal a partir de Miguel De La Madrid y Carlos Salinas.
Nuestra transición parece haberse centrado en el procedimentalismo electoral, o en el simple propósito de la competencia por el poder. Desde luego no es poca cosa la experiencia histórica de esto. Pero las otras notas del régimen político han permanecido inalteradas, convirtiéndose en un lastre para la república. Fenómenos como el presidencialismo, hoy exacerbado, la corrupción política, el patrimonialismo y la impunidad están rezagados y, por decirlo coloquialmente, siguen haciendo de las suyas. Quizás han cambiado los detentadores del poder y nada más.
El fenómeno es más claro y al respecto hago estos apuntes, con el corporativismo que ha mantenido a obreros y campesinos en verdaderas cárceles sociales. El diccionario mexicano llamó a este fenómeno, hace más de 50 años, charrismo sindical, en recuerdo de aquel folclórico líder Jesús Díaz de León del que se valió el Presidente Alemán Valdés para controlar gangsterilmente al sindicato ferrocarrilero, uno de los primeros que tuvo la característica de nacional de industria.
La transición mexicana no ha postulado una reforma laboral para vivir en democracia y eso es un déficit enorme. Cuando el PAN llegó a la Presidencia de la república se alió con el sindicalismo corrupto y lo mismo ha hecho López Obrador, y es evidencia de este último su alianza con el mirrey Napoleón Gómez Urrutia.
No niego que algunos aspectos de la reforma a la Ley Federal de Trabajo pueden servir de palanca para un sindicalismo de nuevo cuño. Tampoco que las reformas se tienen que meter al horno y darles su tiempo de cocción, para que sirvan. Pero lo que acaba de suceder con la elección de secretario general en el poderoso sindicato de Petroleros Mexicanos genera incertidumbre, desaliento porque es el anuncio de un gatopardismo en el que todo cambia para todo continúe exactamente igual.
La elección del 31 de enero para cambiar a Carlos Romero Deschamps, que deja atrás 26 años de poderío incontrastable, desembocó en la designación de Ricardo Aldana que es su retoño, también con larga historia en ese esquema sindical: corrupto como el que más, tesorero de Romero, priista e impune por el escándalo Pemexgate. Se presume que la elección se hizo con mecanismos electrónicos, que fue directa por primera vez en un sindicato que se formó en 1935. Pero fuera de esa “modernidad tecnológica” no hay nada más, salvo que ahora los candidatos comparecieron al espectáculo de las mañaneras, dando a entender el anclaje que esta organización tiene con el Estado por ser la más importante empresa pública del país.
Que el PAN se despreocupara de esto en dos sexenios es más que entendible, pero que un partido que se dice de izquierda y un Gobierno como el de López Obrador perpetúe el esquema de dominación, es premisa para afirmar que de izquierda no hay nada y que la construcción de un nuevo pacto social de hondas raíces está distante en el tiempo.
Con el corporativismo encima, no se puede hablar de democracia, plena. Esa es la lección que arroja el ascenso y refrendo de los mismos, de los de siempre, en el sindicato petrolero. Pero qué le vamos a hacer si a lo que queda de la izquierda solo le interesaron las elecciones, los cargos en franco olvido de lo que los trabajadores significan para un proyecto histórico con ese calado.