Por Jesús Chávez Marín
En las infinitas botellas y frasquitos de una sola memoria están registradas las historias del mundo. En alguna de esas botellitas, finas o torpes según haya sido el color de su cristal, siempre se hallan historias de circo. En esa zona de íntima biografía aparecemos niños, de la mano de nuestras madres haciendo fila ante la taquilla de la inmensa carpa donde ella está a punto de comprar boletos de gradería. En las orillas del lugar, nosotros miramos a los elefantes.
Prisioneros frente a una cerca de malla ciclónica, los elefantes nos miran desde sus párpados arrugados de fastidio milenario y menean la trompa enorme hasta el suelo, de donde recogen hambrientos las últimas briznas de paja revuelta con polvo y basura.
Nada podría detener la fuerza telúrica de sus cuerpos gigantescos si no fuera por las dos cadenas de acero que a cada elefante sujetan de un tobillo y de una de las muñecas de sus manos; la cadena de eslabones va atada a una estaca hundida, clavada medio metro en el suelo. Los elefantes se balancean como barcos huérfanos con estoica desesperación de prisioneros que sueñan historias de libertad y llanuras en el mar de su memoria.
Cuando entramos al circo, nosotros niños bajo el refugio amoroso de nuestras arquetípicas madres, nos sentimos seguros, aunque el espectáculo que vemos al entrar es un panorama dinámico erizado de imágenes, algunas de ellas muy agresivas y otras que fingen ser de explosiva alegría y se untan a los rostros de los payasos en el maquillaje de la sonrisa. En cuanto nos acomodamos en las tambaleantes tablas de las gradas, se apagan las luces y en las cuatro pistas allá abajo desfilan cirqueros acompañados de fieras que jamás habíamos visto, bailan luces de todo arco iris o prisma que caen como cascada desde los reflectores, se agitan redes y alambres en lo alto para que nos fijemos en los artistas del trapecio de Kafka que nos miran desde el techo de lona, serenos y misteriosos.
Luego del untuoso discurso del maestro de ceremonias, pronunciado a gritos ante el micrófono, la función empieza. El falso regocijo de los payasos intenta grotescamente capturar la atención con chistes que aún para nosotros, niños, ya eran viejos y gastadísimos. La ponzoña de los Chespiritos y los Chabelos pendejos ya existía hace cuatro décadas, los muchachos que apenas ayer mismo asistieron a su piñata de cinco años vieron la televisión desde recién nacidos. Así que estos payasos de escasos recursos no nos impresionan con sus pastelazos y globos con agua o confeti, ni aun cuando ensayan los albures y chistes colorados que ya le oímos platicar a nuestras tías todas aquellas tardes de visitas y aburrimiento que nos hicieron padecer nuestras injustas madres cuando nos llevaban a huevo a sus visitas de amigas y comadres.
Pero de todos modos le hacemos caso a los payasitos cuando nos ordenan a gritos que aplaudan los de este lado a ver si les ganan a los del otro bando, con tal de que salgan pronto para que entren elefantes, tigres, mandriles y la única jirafa del mundo que vivió prisionera en el gran circo de los hermanos Atayde, que se llama Bibi Gaytán como así como se llaman Yuri, Madonna o Batman otro tipo de fieras y otras bellas criaturas según el hit parade en el millonario ambiente del espectáculo.
Por muy cínicos niños que pudiéramos ser, nuestra quimérica alma inicia en el circo la imaginación abstracta de la tristeza. Su agua turbia nos moja sorpresivamente el rostro y tratamos de codificar aquella sensación primeriza. Los payasos primero nos asustaron con su máscara agresiva, los zapatos descomunales que entorpecían su cuerpo vestido con harapos de arcoiris no nos dieron risa sino pequeños indicios de espanto y mucha lástima. Y luego aparecieron en la pista los elefantes.
Un domador, quien hace ya demasiados años le pidió prestado a Mandrake el mago su smoking para dar la función, sale trotando en chinga tratando de emparejarse con el desfile de los elefantes. En su mano lleva un gancho largo, de fierro, parecido a los bastones de golf. Se empeña en meter a los grandes animales, que avanzan simétricos y obedientes, a las órdenes insignificantes a las que los tienen reducidos los domadores y sus suplentes a fuerza de dosificarles el hambre y los castigos alternados con recompensas de nutrición estricta. El gancho de golf sirve para eso: el hombre del show siente en sus manos el bastón del poder, que es para torturar en las comisuras de su boca enorme a los elefantes cuando por un destello de ira emiten su grito de la selva; o en los ganglios de sus orejotas si por un momento se salen del desfile degradante al que fueron sometidos; o muy cerca de sus genitales si ya de plano la rebelión le pareciera peligrosa al pequeño comandante.
Luego aparecen los malabaristas, cuyas pelotas de colores en sus manos fueron golondrinas; los motociclistas que corrieron a toda velocidad varios kilómetros dentro de una esfera transparente; los perritos bailarines con su look afrancesado y señorita en calzones rosa mexicano que los acompaña; volaron los artistas del trapecio vestidos de Gatúbela y de otros superhéroes que le dieron patria a la historieta gringa. Y entonces salieron los reyes de la selva: los grandes felinos dientes de sable y los legendarios perros de grandes melenas.
Estas fieras de escalofriante presencia viven tras las rejas todas las horas de su vida prisionera, y salen a la pista en jaulas con ruedas, en íntima encerrona con sus domadores temblorosos. El espectáculo mayor es la intensidad de sus corazones hambrientos de espacio, sus músculos nerviosos a punto de saltar hacia un abismo sentido y oscilante en los tres metros cuadrados de su destino trágico. El domador jamás se atrevería a picarles la cola con un gancho; en sus manos el látigo traza figuras y sonidos que intimidan más a su condición humana que a los animales que pretende conducir por el blando camino de la payasada.
Ya para entonces los niños están de lleno en el viaje de su confusa tristeza. No quisieron retratarse en el intermedio ni con los elefantes ni con los changos dóciles; se tragaron las palomitas y la cocacola más por nerviosismo que por placer; ya quieren irse, la gran carpa de lona es irrespirable. Jamás olvidarán que ese día conocieron el oprobioso espectáculo de la tortura, la humillada torpeza de los payasos y la melancolía en la mirada de los monos (que alguno de ellos fue retratado por José Juan Tablada con este haikú mexicano: el mono me mira, quiere decirme algo que se le olvida). En la foto que les tomaron aparecen, los niños, al lado de sus lindas madres, sentados en las temblorosas tablas de gradería con sus rostros levemente marcados, para siempre, por su primera historia de circo.
Abril 1992