Por Javier Sicilia
—El 14 de septiembre, en el Centro Cultural Tlatelolco, durante el Segundo Diálogo por la Paz, la Verdad y la Justicia, en el que los colectivos de víctimas le propusimos a Andrés Manuel López Obrador la agenda de justicia transicional, el entonces presidente electo dijo a manera de conclusión: “Yo les digo, por lo que corresponde a mi responsabilidad, y lo voy hacer ya en el momento en que llegue a la Presidencia, voy a pedir perdón a todas las víctimas de la violencia. No sólo voy a pedir perdón, voy a comprometerme a que va a haber justicia en lo que humanamente está de mi parte. No están solos (…)”.
Ningún presidente antes de López Obrador había asumido esa responsabilidad de Estado. Esas palabras, en un México profundamente adolorido y victimizado, y en el marco de los 50 años de la masacre del 68, marcó una honda diferencia: teníamos frente a nosotros, por fin, a un estadista que tomaría en sus manos la agenda fundamental del país: la de la justicia a las víctimas que lleva a la paz, sin las cuales México permanecerá en el infierno.
Tres meses después, el 1 de diciembre, durante su discurso de toma de protesta como presidente constitucional, Andrés Manuel no sólo no pidió el perdón prometido; tampoco hizo mención de los cientos de miles de víctimas del país ni, en el orden de la justicia –con excepción del caso de los estudiantes de Ayotzinapa– las incluyó en los 100 puntos de su plan de gobierno.
Lejos de ello, AMLO se refirió al gabinete de seguridad (punto 84), a la constitución de la Guardia Nacional (85), un eufemismo que, como lo hicieron sus antecesores a los que tanto criticó (“la violencia –dijo Andrés Manuel– en aquellos Diálogos– no se combate con violencia”), mantiene al Ejército en labores de combate, y a la constitución de 266 coordinaciones de seguridad pública (86).
La omisión de las víctimas en su discurso de toma de protesta, la reducción de ellas, en su plan de gobierno, a Ayotzinapa, su insistencia en la seguridad armada, su fijación en una amnistía que ahora llama “punto y aparte”, y la inanidad de su discurso respecto a las víctimas durante la celebración del 70 Aniversario de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, preocupan mucho. Sobre todo porque desde aquel 14 de septiembre su equipo de Gobernación abrió mesas de trabajo con organizaciones de víctimas, pidió un documento sobre justicia transicional al CIDE y yo, personalmente, entregué a Alejandro Encinas una propuesta para mejorar sustancialmente la Comisión Ejecutiva de Atención a Víctimas (CEAV), institución fundamental para los procesos de reparación de la justicia transicional.
Los documentos generados en las mesas de trabajo, el del CIDE y la propuesta para mejorar la CEAV son un material suficiente para haber diseñado ya una política de Estado en materia de justicia transicional que no vemos por ninguna parte.
Andrés Manuel no ha dejado de hablar de honestidad; ella es el fundamento de su gobierno. Pero la honestidad, antes que nada, pasa por el respeto a la palabra dada.
El mundo de los seres humanos –de sus objetos, de sus instituciones, de su vida civil y política, de su ciencia y de su pensamiento– no sólo es un mundo hecho de palabras; los seres humanos que las profieren también lo son. Cuando ellas se corrompen –mediante el ocultamiento, la mentira, el insulto o la malversación del sentido y sus significados–, los valores morales y cívicos se reblandecen; las sociedades se pierden y se prostituyen, y el galimatías de la anomia y la violencia se instala con su cauda de desconfianza, impunidad, extorsiones, secuestros, muerte, desapariciones y desplazamientos.
Es lo que ha sucedido en la vida política de nuestro país después de Lázaro Cárdenas, en particular durante los dos últimos sexenios. De allí el aumento exponencial de la violencia.
Andrés Manuel ha detectado bien el reblandecimiento moral de la vida de México y la necesidad de reestablecerlo. Lo que, por desgracia, parece no haber detectado es que ese reblandecimiento tiene su origen en la traición y la malversación de la palabra. Por ello no sólo ha olvidado a las víctimas; ha olvidado también la petición de perdón y la ruta hacia la justicia prometida, lo que es una forma sutil de la mentira y el principio de toda corrupción.
Andrés Manuel puede equivocarse en algunas de sus tomas de decisión –es parte de la vida política–, puede parecernos a veces arbitrario –es parte de su temperamento–. Lo que no puede hacer, en nombre de la honestidad que está, según él, en la base de la Cuarta Transformación, es no corregirse y traicionar la palabra dada a las víctimas el 14 de septiembre.
Si no cumple con ella, si no la encarna (una palabra que no se vuelve acto, que, para decirlo en los hermosos términos de la tradición del Evangelio, no se encarna, es una palabra mutilada, una palabra inútil, una palabra corrompida, una mentira), Andrés Manuel continuará, con peores consecuencias, lo que la corrupción del lenguaje nos ha costado en estos largos años de sufrimiento y anomia. Sin verdad, sin justicia y sin paz, es decir, sin el restablecimiento de la vida civil, la Cuarta Transformación estará destinada al fracaso desde el principio y el sufrimiento de las víctimas se lo reclamará para la historia como la gran traición a la honestidad y a la vida de México.
Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, detener la guerra, liberar a las autodefensas de Mireles y a todos los presos políticos, hacer justicia a las víctimas de la violencia, juzgar a gobernadores y funcionarios criminales y refundar el INE.