Por Hermann Bellinghausen
— Como continente, como conglomerado sociopolítico, como fuente de la civilización dominante, Europa ofrece un espectáculo triste, si no deplorable. Para empezar, porque la vieja idea de Europa ya no existe. Tampoco la nueva, que se fusionó en la Unión Europea. Reina una confusión inquietante, y también reveladora. Pongamos por caso la cuarta ola del Covid-19, sorpresivamente devastadora. O bien su principal ritual laico, el futbol profesional. Dos espejos de la Europa real.
Ante los crecientes contagios, hospitalizaciones y muertes que trae el invierno europeo, con grave alarma en varias de las naciones más ricas, la reacción de un número demasiado grande de ciudadanos, en su mayoría blancos, es oponerse a las restricciones sanitarias, y en Alemania es la fecha que la tercera parte de la población no está vacunada porque no quiere. Pero hay que ver su enjundia y sobradez con que éstos defienden sus derechos individuales. Ellos, la cuna de la civilización occidental (¿universal?), inventores de la democracia.
Se trata del continente metropolitano al que su voraz colonización del planeta (en muchas ocasiones brutal y genocida) le está pasando la factura con oleadas que no dejan de crecer de migrantes pobres, lo que suscita rechazo cuasi militar de las naciones en general, llegando a situaciones aberrantes en Polonia, Hungría, Bielorrusia y otras naciones que sólo quieren ser blancas. Añadamos la fuerte presión que reciben los diques mediterráneos de Grecia, Italia y España. La mayor factura colonial la han recibido los ex imperios globales de Gran Bretaña y Francia con el arribo regular o irregular de ciudadanos del Caribe, el Magreb, el África subsahariana y para los ingleses también el continente indio, después de 1950.
La irritación crónica del europeo blanco, en la base de todos los fascismos habidos y por haber en esa parte del mundo, se exacerba con los miedos y la afirmación absurda de hacer su regalada gana como inalienable libertad individual. La resultante ausencia de solidaridad no es nueva. Además de sus enmarañados racismos, se trata de la civilización
que entre 1914 y 1945 hizo todo lo posible por autodestruirse, entre matándose a millones, borrando del mapa ciudades. La Europa suicida
según el historiador León Poliakov, quien data dicha locura autodestructiva desde 1870. Mientras, sus colonias seguían, aunque ya no por mucho tiempo.
A los europeos les sobran vacunas anti Covid-19 pero se dan el lujo de rechazarlas (sólo en ocasiones con alguna base científica) y combatirlas, mientras vastas regiones del otro mundo
la esperan con ansia, o ya no esperan nada.
Algo más que comparten grandes cantidades de europeos, además de su renaciente proclividad por los gobiernos ultraconservadores o fascistas, es el futbol. La cuarentena y sus secuelas me llevaron a ver una cantidad enorme de excelentes partidos en las copas europeas de clubes y selecciones, en las millonarias ligas nacionales (Premier, Bundesliga, la francesa, la española). Luego vinieron las eliminatorias para el próximo mundial, que están reñidísimas. Y una cosa salta a la vista: la masa del público es abrumadoramente blanca, pero en la cancha cada día hay menos güeros.
Los gladiadores de lujo que prestigian a los equipos y selecciones nacionales son de origen africano. O sudamericano. Muchos poseen la nacionalidad del país metropolitano, donde tal vez nacieron (Holanda, Bélgica, Inglaterra, Francia). Cuando algo sale mal, como vimos hace poco con la selección inglesa al perder la final europea, la afición blanca culpó a los astros de color y los bañó en insultos y amenazas. Son añejas las agresiones con plátanos a los monos
negros, los gritos infamantes, los proyectiles contra los deportistas de origen oscuro.
Una mezcolanza de brasileños mulatos, argelinos, tunecinos, marroquíes y deportistas subsaharianos (una gran estrella del futbol inglés es egipcio, y héroe nacional en su país de origen), además de argentinos, uruguayos, mexicanos, colombianos y rarezas como un costarricense o un negro de Canadá, desarrolla un futbol insuperable. La revoltura añade serbios, rusos, croatas, polacos, pero nadie corre como Mbappé, dribla como Mohamed Salah o hace protecnia como Neymar Jr.
Sirva como apostilla el dato de que últimamente los estadios europeos están a reventar de aficionados varones, blancos y exaltados sin cubrebocas, cantando himnos y silbando con entusiasmo. Después del festín deportivo salen a las calles, a los pubs, bares y tabernas, y saludan de mano y beso en la boca al virus mutante. Pobre Europa, tan lejos del mundo y tan cerca de sus propios demonios