Por Francisco Ortiz Pinchetti
— Todos lo conocemos por Miguelito. Es un joven no tan joven, bajito y rechoncho, que desde hace tal vez 20 años trabaja como franelero en una de las calles que rodean al parque San Lorenzo, de la capitalina colonia Tlacoquemécatl Del Valle.
A diferencia de muchos compañeros suyos que en estos mismos rumbos –y en toda la Alcaldía Benito Juárez– se dedican indebidamente a apartar lugares de estacionamiento para “venderlos”, él respeta la ley. Es amable y trabajador, siempre comedido. Obtiene sus propinas de ayudar a los automovilistas a estacionarse y de lavar vehículos. De eso vive.
La interminable pandemia, declarada como tal por la OMS hace justamente un año, ha obligado a Miguelito a jugarse la vida para sobrevivir. Todos los días tiene que viajar en microbús y luego en Metro para llegar desde Huixquilucan, donde vive con su familia, hasta su lugar de trabajo: dos horas de traslado en cada sentido.
Durante poco más de un mes, allá por mayo y junio del año pasado, desapareció de nuestro entorno. Se encerró para evitar el contagio, mientras el número de autos que buscaban estacionamiento descendió notablemente; pero finalmente tuvo que regresar, desafiando al contagio. Usa invariablemente un cubrebocas de tela negra que sí, le cubre la boca, pero no la nariz. De aquí para allá, no para en todo el día. Gana, dice, unos 250 pesos diarios en promedio, de lunes a viernes.
Miguelito es uno de los 3.2 millones de capitalinos que trabajan en la informalidad. Como otros, carece en absoluto de seguridad laboral. No recibe un salario ni cuenta con alguna prestación. Obviamente no tiene Seguro Social ni ninguna otra forma de asistencia médica gratuita.
Como él, tan sólo en mi barrio, hay centenares de trabajadores callejeros que sobreviven a la crisis sanitaria y económica que padecemos, mientras los que podemos nos mantenemos en aburrido pero cómodo encierro, a salvo. A muchos de ellos los conozco. Como a los barrenderos, trabajadores voluntarios que viven de cuotas de los vecinos y colaboran con el personal formal de Limpia de la Alcaldía, que sí tienen sueldo y prestaciones y están sindicalizados. Unos y otros se exponen por igual al riego de trabajar con desperdicios que pueden estar contaminados por COVID-19.
Están también los jardineros del parque. Diariamente los veo durante mis caminatas matutinas, a veces escoba en mano, a veces metidos tijera en mano entre las plantas o a veces, cuando hay agua, con las mangueras enormes. El jardín, pese a pandemia y sequía, luce hermoso. Gracias a ellos.
Otros son los boleros, como el de la esquina de la calle Millet e Insurgentes Sur, con el que me lustraba los zapatos cuando no había contingencia. O el que se pone con su silla afuera del Vips de Félix Cuevas, prestigiado por el esmero que pone en su trabajo. Todos los días están ahí, en espera de los hoy escasos clientes. Y los limpiaparabrisas de Insurgentes y el Eje 6 Sur. El cartero cada vez tiene menos cartas que entregar, pero que viene a mi edificio sin falta cada tercer día, en su moto. La quesadillera de la calle Manzanas, que durante tres décadas lo ha resistido todo. El viejo voceador (periodiqueros, les decíamos) de Pilares e Insurgentes, frente al Parque Hundido.
Mención aparte merecen las trabajadoras domésticas. En la ciudad se calcula que hay unas 240 mil. Muchas de ellas se quedaron sin trabajo, sin más. Muchas otras han logrado mantenerlo, quizá de manera más esporádica, a costa de su seguridad sanitaria. La mayoría de ellas viven en colonias periféricas de la capital o en municipios conurbados del Estado de México y tienen que trasladarse en transporte público, autobuses, micros, Metro o Metrobús, a veces dos o tres de ellos en cada trayecto. Y sobreviven.
Aparte están por supuesto las legiones de comerciantes ambulantes, muchos de los cuales son víctimas además de explotación atroz. Me refiero a las tamaleras, los vendedores de tacos de canasta y los que en una carretilla expenden semillas y dulces. Por lo general trabajan para auténticos pulpos que obtienen ganancias millonarias y que les pagan una cuota fija diaria. Y que por supuesto, con pandemia o sin ella, si no trabajan no cobran.
En estos tiempos del coronavirus han proliferado por las calles de mi barrio los músicos ambulantes. Algunos de ellos se acompañan tan solo de un saxofón, una guitarra vieja. Otros van en pareja o hasta en conjunto, como la tambora que hace unos días estuvo todo el día toca y toca en la Del Valle. Hay unos que cargan con una marimba. Y hasta un mariachi completo se escucha a veces al caer la tarde. Además por supuesto de los cilindreros u organilleros (tres de los cuales por cierto afinan sus pesados aparatos cada jueves frente a mi casa, en las bancas del parque) que no se arredran ante la contingencia y yo les vivo agradecido porque sus melodías, a veces tan melancólicas, nos hacen un poco llevadera la cuarentena.
Todos ellos, como Miguelito, son los sobrevivientes callejeros de la pandemia. Muchos de ellos realizan tareas que nos son necesarias o hasta indispensables. Ojalá tengamos conciencia de su proeza. Válgame.
DE LA LIBRE-TA
DRONES. Con cara de susto, abriendo tamaños ojos, Andrés Manuel aseguró que durante la manifestación feminista del 8M pudieron haber empleado un dron para tirar una bomba sobre Palacio Nacional. No sé si pensó en el dizque atentado de Caracas contra su amigo el dictador venezolano Nicolás Maduro, el 4 agosto de 2018, cuando habrían empleado precisamente un dron cargado de explosivos para intentar asesinarlo durante un evento conmemorativo de la creación de la Guardia Nacional Bolivariana, lo cual nunca se probó cabalmente. Puras coincidencias, pienso.
@fopinchetti