Por Hermann Bellinghausen
Como en las azucenas
Me cansé de estropear los cuartos y los medios. Necesité rayos de luz y un millón de gotas de agua para aplacar el incendio.
Si por ganas fuera. Si los deseos caminaran como cuerpos entre los cuerpos, casi hasta creería en la existencia del alma sin mucho esfuerzo.
Va siendo hora de decir sólo lo mínimo, lo indispensablemente comprendido, lo que desquicie la intensidad de los humanos tormentos.
Estudié para curar, aprendí meticulosamente, hurgué en los tratados y los diccionarios de arterias y de nervios, y supe que Falopio no era Eustaquio, que la vida no es como la muerte y que al final nada tiene remedio.
Me fui de lado, me escurrí por entresijos de las planchas frías de las morgues, los rincones estériles de las salas de cirugía, las de junta, las de parto, las de espera.
No supe qué decir a los desesperados, sus razones eran más fuertes que las mías. Por muchas abluciones y remedios que dictara, los enfermos volvían aunque sanaran.
Mujeres muy usadas por sus maridos se abrían de piernas, resignadas. Llorando sangraban, o se venían, aliviadas más que avergonzadas y sonreían, y lo que yo dijera no importaba.
Nunca soporté ver morir un niño, ni entendí las razones de la demencia, ni las trampas de climaterio. Para atender individuos antes me adentré en los libros y en los muertos. Preferí los vivos, las vivas, pero me desertaba la paciencia, allí donde les dolía me dolía, allí me abandonaban la paz y la ternura, no había inyección que lo calmara. Ni ungüento.
Salía corriendo pero volvía al otro día y al siguiente y así hasta el fin del cautiverio de la responsabilidad en la ignorancia, que a veces atenuó el suero de las tardes, cuando resucité algunos clínicamente muertos, y juro que en una sola noche recibí cinco escuincles resbalosos, sanguinolentos, y logré hacerlos llorar milagrosamente.
Son tan rojas las tristezas de los pobres que con una píldora o una gasa en alcohol refrescante me gané agradecimientos duraderos, besos en la mano, lágrimas de gozo esparcidas a los cuatro vientos, y no faltó señora que otro día volviera con un guajolote y varios huevos tibios todavía.
Pero la vida no tiene remedio y todos, uno por uno, incomprendidos y sin amor del bueno, entre las torundas y los algodones seguían muriendo.
Lo que no respondió Hipócrates lo pregunté a un señor no mal parecido ni viejo que se dijo llamar Vallejo. Con una mueca dijo hermanito lo que tú no sabes yo lo entiendo y créeme, nada nada te salva de no haber reanimado la ironía anhelante de los cuerpos que ante ti yacieron quietos.
Y su cadáver, siendo el mío, siguió muriendo.
Cargar el cielo
Del cielo una cosa es cierta: lo cargamos sobre los hombros, en eso consiste estar vivo. ¿Qué es el cielo? Eso allá arriba. ¿El aire? Más allá del aire. ¿El espacio sideral? No, antes. Si estoy en una habitación ¿lo que hay de aquí al techo también es cielo? Ni enterrados en un búnker nos libramos de él.
El cielo es donde flotan los astros. Las luminarias. El territorio que explora el astrónomo, que combina el astrólogo.
Déjalo ahí. No le busques tres pies al cuatro. Para fines prácticos azul o blanco o negro o gris o rojo, sin querer lo tocamos con los dedos, lo cargamos los feos y los bonitos, los gigantes y los enanos, los poderosos y los míseros, los libres y los aprisionados. No es igual cargarlo con paraguas y esclavos que echárselo a pelo. Pesa siempre lo mismo, la diferencia la hacen los alivios. En el injusto mundo humano los alivios están mal repartidos.
La carga del cielo es inevitable y nos pueden tanto las muertes porque cada uno que se va nos deja un cielo más pesado. Compartimos glándulas y grietas. Nuestra mucha o poca fuerza lo lleva a cuestas. Nos da forma y nos aplasta.
No somos los únicos que lo cargan, pero sólo los humanos lo sabemos y con esa manía de nombrarlo todo lo llamamos cielo.
Comienza donde terminamos. La función del vivo es impedir que el cielo se quede solo, sin nada que separe de la roca fría al aire desnudo del firmamento.
Cargar el cielo para vencerlo.