Por Ernesto Camou Healy
—Aquel 2 de Octubre de 1968 yo vivía en Guadalajara. Un buen amigo, que estudiaba en la UNAM nos visitó en algún momento de Septiembre, y platicó largo sobre el movimiento en el que participaba. Unos meses antes, en Julio, pasé un mes en la capital viviendo en la colonia Legaria y trabajando en una empresa de Industrial Vallejo donde fabricaban medidores de agua.
Fueron unas semanas ricas en experiencias con los obreros y con la familia que me acogió, más una bulliciosa pandilla de chavos y chavas del barrio con los que convivía el fin de semana. Pero ya a fines de Julio estaba de vuelta en Jalisco y muy lejos de San Idelfonso y el infame episodio de la destrucción de su portón colonial, que fue el inicio del movimiento.
Desde un año antes habíamos seguido de lejos las inquietudes de los jóvenes que en París habían prohibido prohibir; y en lo particular, me enteraba, de lejos, del movimiento de los estudiantes de la Universidad de Sonora que en 1967 fueron reprimidos por el ejército que, al mando del General Hernández Toledo, entró a la Unison y apresó a los líderes estudiantiles, algunos buenos amigos míos.
El siguiente otoño estaba ya en aquel D. F. estudiando la licenciatura en filosofía y aprendiendo a vivir en aquella urbe, aún bastante amigable, llena de sorpresas y oportunidades de formación y cultura. Y también convulsa, todavía.
El movimiento había sido reprimido, habían pasado las Olimpíadas y seguían muchos miembros del Consejo Nacional de Huelga en la cárcel. Tlaltelolco era una herida en la conciencia nacional, particularmente dolorosa para quienes éramos estudiantes, y una memoria candente para muchos compañeros y amigos. En el ambiente flotaban muchas interrogantes que surgieron a propósito de la huelga y la represión sangrienta del 2 de Octubre: ¿qué hay que hacer? ¿cómo se puede lograr un México democrático? ¿qué hay que transformar para que seamos un país justo y equitativo en lo social y lo económico? Todo eso enmarcado en un rechazo explícito a Díaz Ordaz, a su Secretario de Gobierno, Luis Echeverría y los partidos que los apoyaron…
Los setenta y los ochenta fueron años de búsqueda: una parte de esa generación que terminó sus estudios después del sesentayocho no se conformó con encontrar una chamba y tener una “vida normal”. Fuimos muchos los que optamos por construir lo que ahora llamamos ciudadanía, en iniciativas y trincheras de lo más variado: desde fundar movimientos y partidos políticos, hasta trabajar con obreros y campesinos, en barriadas y pueblos, para despertar en ellos lo que en aquellos tiempos llamábamos “conciencia”, que se inspiraba en teóricos marxistas y pensadores afines, que propugnaban el trabajo de educación popular al estilo de Paulo Freire, sin olvidar a otros que decidieron que sólo la guerrilla podía instaurar un cambio que debía ser “revolucionario”. Vivíamos una efervescencia social y política variopinta…
El estado intentaba también responder, desde gobiernos no demasiado cercanos a la sociedad, a las demandas de democracia y justicia. Fue entonces que se plantearon algunas reformas en lo electoral que ahora nos parecen tímidas, pero que eran, sin duda, pasos vacilantes hacia delante. Se formaron nuevos partidos, más desafiantes del sistema imperante, y cada nueva reforma planteada era rebasada muy pronto y desde ahí, se exigía más… fueron varias décadas de ensayos y avances, retrocesos también, pero se iba formando una masa crítica que ya los poderes de antaño no podían ignorar. Paulatinamente, la presión social y ciudadana fue arrancando a una estructura bastante anquilosada, adelantos y leyes más adecuadas, que no fue una concesión graciosa, sino fruto de esas presiones y movimientos que nacieron hace 50 años, y que cada uno, desde su trinchera, contribuyó a forjar.
Pensábamos que la democracia se iba a conseguir en unos cuantos años. Ya pasó medio siglo y apenas vamos arrancando; y la justicia y la dignidad son, todavía, una aspiración…