¿Quiere ser escritor?

Por Jesús Chávez Marín

En 1982, cuando la corresponsalía chihuahuense del Seminario de Cultura Mexicana organizó la primera Asamblea de Escritores, cursaba yo el último año de letras españolas en la Escuela de Filosofía y Letras.

También en aquellos tiempos quería ser escritor. Quería serlo desde que estaba en la secundaria en el Instituto Regional, donde un maestro jesuita llamado Carlos Treviño nos leyó en voz alta durante todos los viernes, en la clase de español, la novela El viejo y el mar.

Yo escribía un diario todos los días y tenía vicio por la letra impresa. Pasaba noches enteras leyendo biografías de santos y de papas, la extensa novela Los mártires, de Chateubriand, libros de Juan T. González “el amigo del obrero” que mi papá me recomendaba con entusiasmo, y novelas del sacerdote jesuita español José Luis Martín Vigil.

El texto que usó aquel profesor de literatura para impartirnos su clase tenía un título de forma interrogativa: ¿Quiere ser escritor?, publicado en editorial Jus en 1963, cuyo autor es otro jesuita mexicano, Alberto Valenzuela Rodarte, compuesto con una copiosa reunión de estrategias de redacción.

Estábamos en tercero de secundaria. Nuestro profesor logró contagiarnos su entusiasmo por la literatura, todo el grupo nos soltamos escribiendo y fundamos una revista escolar bien diseñada.

Una vez escribí una página, se la entregué al profesor para ver si la publicaba: apareció en la página 8 del número 2.

Lo que siguió después será la historia común, angustiosa y previsible e irrelevante para casi toda la gente de estos terrenos donde impera la vaquería, de casi todos los escritores que han vivido en Chihuahua. Otra revista en el bachillerato, varias en la escuela universitaria, colaboraciones gratis en la mezquina prensa industrial y en más de quince revistas locales de todo tipo: desde la lujosa Azar revista de literatura, hasta la tricolor Scorpio de Florencio Aceves.

Y ahora, cuando tantos sueños personales y colectivos se acabaron para siempre, tendría yo como muchos otros que hacerme algunas preguntas que francamente me hacen quedar en ridículo:

  1. ¿Quiero todavía ser escritor?
  2. ¿Logré ser escritor?
  3. Ser escritor en Chihuahua, ¿es causa de prestigio o de desprestigio?
  4. ¿Le sirven para algo los escritores a Chihuahua?
  5. Si nadie necesita historias nuevas para llevarlas a la pantalla; si no hay aquí canales de televisión que requieran guiones; si el radio no necesita buenos textos para transmitir sino pura música chatarra que le vende Televisa y unos cuantos poemas que ya están escritos en El declamador sin maestro; si los periódicos de la ciudad ya cerraron los mínimos espacios a donde alguna vez se asomaron los asuntos de la literatura y para llenar las pocas planas que no lograron vender de publicidad meten refritos de La jornada, Proceso y de otros periódicos del Distrito Federal donde es evidente que escriben mucho mejor que la mayoría de nosotros los autores de Chihuahua; si nuestras revistas nadie las compra y en cambio se venden un montón de Teleguías, Eres, Vanidades, Tvynovelas; si la sociedad chihuahuense se la pasa muy a gusto sin nuestros poemas, sin nuestros relatos y es muy poco probable que lea algún día nuestros libros; si las muy escasas obras de teatro que aquí se ponen en escena ya las escribieron los maestros y varios no tan maestros de otras naciones, los extranjeros famosos y solo excepcionalmente algunos dramaturgos mexicanos que viven o murieron en la ciudad de México; si no existe la menor demanda de textos míos por parte de la sociedad chihuahuense; ¿tiene algún sentido aunque sea en la zona más abstracta de las ilusiones, seguir siendo escritor, o seguir intentando ser escritor?

La única respuesta lógica y automática para todas estas preguntas es:
No.

Para documentar mi pesimismo, voy a poner enseguida una frase de Gabriel Zaid:

¿Para qué va un poeta a decirle sus versos
a una ciudad que no le paga por serlo
y que lo ningunea precisamente como tal?

Cuando fui joven tenía cierta seguridad muy íntima de que todos mis sueños se cumplirían. Y todos mis sueños tenían algo que ver con libros. Con leer libros. En el lugar más secreto de mi corazón también estaba seguro que escribiría páginas maravillosas.

Y aunque suene así de ingenuo, todavía la estricta verdad de mi vida sigue siendo la misma: el gusto por leer, el impulso de escribir. Todos mis actos giran en torno a los libros, la escritura.

En la primera asamblea conocí a casi todos los escritores chihuahuenses. Ya conocía unos pocos, pero la verdad me sorprendió que hubiera tantos y de tan variadas fortunas. Desde bohemios que arrastraban a su vida en las cantinas, en las calles y en las misérrimas oficinas donde trabajaban y donde les componían versos a las señoritas que de ellos tanto se burlaron y los miraron con lástima y cierta repulsión por su traje brillante, su pelo lustroso; hasta brutísimos académicos, dramaturgos exitosos en la escena nacional y novelistas de lo más aburridos pero que ya habían ganado el premio Villaurrutia que el gobierno otorga y a quienes la crítica reseñera bautizaba con la obviedad que la caracteriza, como a Rulfos del desierto y poetas de una sola cuerda.

Pero a la casa que fueres haz lo que vieres.

Me sentí impresionado con aquella extraña y variopinta reunión de literatos. No a todos les tenía respeto. Con la insolencia propia de los hombres inmaduros, despreciaba a varios de ellos. Algunos de sus discursos eran joyas de humorismo involuntario: necios, vehementes y engolados.

Recuerdo por ejemplo discusiones absurdas acerca del paisaje, la montaña, el desierto, tontería y media. Un poeta pintoresco leyó a gritos unas rimas donde su padre era un roble fálico, elefante blanco, monumento al autoritarismo doméstico, infestado de conejos y golpes de pecho.

Otro escritor desglosó una sarta de episodios y enseñó una peligrosa confusión de identidades suyas durante veinte largos minutos; cuando creíamos que ya había terminado, le aplaudimos por cortesía. Esperó él con parsimonia a que el aplauso terminara y luego dijo:

―Ha hablado el escritor. Ahora hablará el hombre.

Y a continuación se aventó otros veinte minutos de muy incoherentes y mal narradas anécdotas.

Junto a aquellos dinosaurios de las letras chihuahuenses también conocí algunos escritores. Hasta entonces no sabía que existieran profesionales: es decir, que fueran autores de libros bien hechos, que cobraran por escribir, que publicaran en la llamada prensa nacional, o sea, la prensa del Distrito Federal.

Los escritores de mi generación tenían ideas claras respecto a la literatura. Habían participado en algunas revistas y publicaciones que asumían en serio el oficio literario. Eran rigurosos con los textos, estudiaban gramática, lingüística y teoría literaria. Aunque viviéramos aquí, andábamos al día en literatura latinoamericana, la cual en los años setentas había tenido un impulso fabulosos en el mercado mundial de libros y editoriales.

Leíamos a García Márquez, Octavio Paz, Vargas Llosa, Rulfo, Lezama Lima. Teníamos revistas literarias, le entramos a la moda del estructuralismo, al realismo mágico, a la experimentación formal como lectores y como redactores. Las tres asambleas de escritores chihuahuenses que el Seminario de Cultura realizó en 1982, en 1984 y en 1987, junto con otros hechos, aumentaron nuestro interés por la literatura, formaron un contexto para existir como escritores. Llegó a crear cierta energía colectiva, la cual se expresaba en otros ámbitos de la sociedad chihuahuense.

Hoy es notorio que aquel impulso se acabó.

¿Por qué? Hay muchas causas. En la cuarta asamblea se examinaron algunas de ellas.

De toda aquella agitación que empezó hace veinte años ha quedado el trabajo de algunos autores que, siguiendo su impulso individual, casi sin estímulos ambientales ni sociales, han venido escribiendo su propia obra literaria. Diré solo unos pocos nombres, como muestra basta un botón de girasoles.

Entre otros autores serios y profesionales están: Alfredo Espinosa, Gaspar Gumaro Orozco, Alfredo Jacob, Rubén Mejía, Micaela Solís, Enrique Servín, Mario Lugo, José Manuel García García, Alejandro Carrejo Candia, Jorge Humberto Chávez, Rodolfo Borja y Mario Arras. Ellos viven aquí en nuestras ciudades, tan dañadas por el desastre económico y por la depredación ecológica que le han causado los grandes capitales locales, la industria, el comercio y la política autoritaria, que son aquí tan perniciosos como en cualquier lugar del mundo.

Marzo 1995.

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