Navidad de un año extraordinario

Por Ernesto Camou Healy

— El viernes fue Navidad. Para la mayoría fue una celebración peculiar en un año extraordinario. Para muchos, la fiesta estuvo marcada por una cierta precaución: No resultó prudente hacer convivio y convocar a los que se quiere. El intercambio de regalos fue virtual y, peor aún, los abrazos, cariños y apapachos se escenificaron a sana distancia y con discreta prudencia. ¡Caray! Eso de intentar mostrar cariño y darnos calor humano sin el más leve roce va a contracorriente de lo que somos y deseamos; pero así están los tiempos y hay que apechugar, que ya habrá ocasión para el estrujón y el beso cálido.

La tradición cristiana recuerda la llegada de un Salvador, el punto culminante de una relación, de una alianza, entre Dios y un pueblo. En nuestra cultura, la Navidad es una fiesta, una ocasión para compartir con los que queremos y nos quieren; un día para encontrar en los que nos rodean cariño y amor. Para saber que con ellos y en ellos somos un yo que sin el nosotros tiene poco sentido.

Y es en ese sabernos, sobre todo, acompañados y más todavía, compartidos en lo profundo, que para ser y explicarnos a nosotros mismos lo que somos, necesitamos reconocer a los que queremos en nuestro yo profundo, que son parte esencial de mí, mi historia y mi circunstancia.

Y ahí radica la recta comprensión de esta fiesta que recuerda, dicen, la llegada de un Salvador: En que con esa voluntad y ánimo de juntarnos aunque sea en una virtualidad un poco fría, estamos reclamando la pertenencia a una comunidad que nos sostiene y concede una permanencia en la compañía de quienes queremos, que hacen sólido el existir, nos proveen de pan y vino, de comida, bebida y cobijo indispensables para la subsistencia ya nunca particular, sino siempre compartida: Nos salvan… nos salvamos.

Lo salvífico del evento radica en el hecho asombroso de que en este juntarnos y demostrarnos cariño y benevolencia se está, en la misma dinámica regocijante, poniendo las condiciones para la permanencia como miembro de un conjunto humano que nos soporta y contribuye a que seamos lo que somos y nos abre a un futuro que queremos mejor, y no puede ser más que acompañado.

Porque la salvación que festejamos no es un acto de magia ni producto de un ritual que es, a lo sumo, un símbolo para recordarnos ese compromiso comunitario que nos da forma y ser; y si no se logra, el signo resulta hueco y vacío. Porque nos salvamos cuando nos vemos a los ojos con amor, compartimos abrigo y comida, bebemos con alegría por la convivencia no sólo agradable, sino necesaria para seguir siendo yo y también todos, simultáneamente.

Es en esa fundamental relación humana que nos hacemos y vamos siendo. No somos un yo aislado, sino un yo en nosotros, y eso nos lo otorga la pertenencia al grupo, que nos ampara y donde construimos nuestra salvación. Pero este grupo en el que somos, tampoco está aislado: Tiene sentido e identidad por la relación con un todo más amplio, un conglomerado complejo de relaciones, y desencuentros a veces, que establecen nuestra identidad y dan sentido a nuestra permanencia.

Y esta relación primaria, con los nuestros cercanos y familiares, encuentra una dimensión más amplia en los grupos lejanos y menos frecuentes, que también nos dan ser y saber. Y es a través de ellos que estamos concatenados en un todo mayor que, ahora no sólo lo sospechamos sino comprobamos con dolor en esta pandemia que nos mantiene en vilo, en unanimidad, con el resto de la humanidad. Somos yo, nosotros y todos, literalmente y sin remedio. Compartimos no sólo suerte y destino, sino ser; somos persona porque somos con todos.

Y esa salvación que festejamos, apunta al compromiso profundo de construirla entre todos, salvarnos y liberarnos en el uno que somos.

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