Por Gustavo Esteva
— Poco a poco, a contracorriente, en forma casi subversiva, se revela la naturaleza de la crisis y cómo se produjo la serie de hechos y políticas sin precedentes que hemos estado viviendo. Se caen los velos que lo encubrían, se des-cubre lo que estaba oculto. Caen una tras otra las certezas que guiaban nuestro comportamiento, lo que dábamos por sentado. Algunas son antiguas y estaban ya cuarteadas; otras se formaron apenas y parecían firmes.
A lo largo del año se usó la ciencia como coartada. Gobiernos de todo el mundo dijeron hasta el cansancio que sus decisiones tenían fundamento científico. No hay tal. No puede haber estudio, científico o no, de lo que nunca se hizo: confinar personas sanas como medida de salud pública. Es un experimento basado en la opinión de expertos
cuyos compromisos e intenciones son por lo menos oscuros.
El impacto diferencial de lo ocurrido es ya enteramente evidente. El desastre económico, si no intencional por lo menos predecible, acumuló inmensas riquezas para unos cuantos, mantuvo a muchos en condiciones de confort económico, y condenó a millones, acaso a la mayoría, al hambre, la miseria abyecta, la lucha estricta por la supervivencia.
Los desechables, las personas que no tienen uso alguno para el capital, han estado siendo desechados. Prosigue aceleradamente la destrucción de sus condiciones materiales de vida, los empleos lo mismo que las fuentes autónomas de ingreso, y también sus entornos, suelos, aguas, bosques, selvas…
Toda esa destrucción ocurre unas veces bajo la coartada del virus: habrían sido medidas dramáticas para protegernos de él. Otras veces, las más, se alude al desarrollo y al progreso que traerá el coctel de inversiones públicas y privadas. Modos de existencia social que aseguraban una vida digna, en relación sensata con la Madre Tierra, se liquidan aceleradamente para conseguir al fin el desarrollo del sureste
, el área que habría quedado rezagada
. Los ejemplos abundan en el mundo entero.
Debe ser motivo de preocupación que aún se mantenga la ilusión en muchas personas, lo mismo sesudos analistas que millones que cultivaron por años una esperanza y no están dispuestos a soltarla. A pesar de que experimenten cada día lo contrario de lo que esperaban, confían aún en el mesías que habrá de remediar desastres de ayer lo mismo que los de hoy.
A ras de tierra, sin embargo, no sólo se hace evidente el horror, que a veces tendía a disimularse o se atribuía a condiciones circunstanciales. El des-cubrimiento principal es el de capacidades que parecían dormidas, aletargadas, o en franco deterioro. Ya no se contaba con ellas. Ante las catástrofes que nos abruman, no queda más remedio que reinventarnos. No podemos seguir por el camino que traíamos.
Hay quienes esperan aún el regreso de la normalidad
o que se produzca la nueva normalidad
tan prometida. Creen que gracias a la vacuna y otros factores podrán volver los empleos que perdieron o regresarán los turistas a los que vendían bienes o servicios. Y habrá, sin duda, algunos que regresen. Ya están llegando algunos, los que no soportaron el confinamiento en sus lugares y vienen a disfrutar espacios con menos restricciones o quienes no pueden renunciar a sus patrones anuales de viaje, a pesar de los riesgos que ahora impongan. También se recrean algunos empleos que se creía perdidos para siempre.
Pero no es el caso de la mayoría. Y se han estado dando cuenta. Al lado de ansiedades y desesperaciones comprensibles, reaparece la creatividad comunal. Cunde la convicción de que sólo en unión de otras y otros podrá salirse de ésta. Pueden ser, a veces, unos cuantos: amigas y amigos con los que se toma una iniciativa. Pero es sobre todo la reserva de capacidad comunal, con la que se había dejado de contar, la que ahora resulta decisiva.
Se compilan ya historias numerosas en que no sólo ha sido posible resistir con éxito la amenaza del virus, sino que también se ha estado produciendo un sólido proceso de regeneración que en muchos casos implica necesariamente una reinvención. No se trata de volver a hacer lo mismo, lo que se había dejado de hacer, aunque esto también tiene sentido: regresar a la milpa, por ejemplo, quienes la habían abandonado, o limpiar las herramientas del taller que se habían dejado dormir. Es sobre todo reinventarse, porque ya no están ahí las condiciones que aseguraban la subsistencia.
El mercado o el Estado podrán aún, por un tiempo, dar oportunidades de supervivencia. Seguirán fluyendo recursos bajo las más distintas modalidades –seguro de desempleo en algunas partes, en otras ayuda a personas mayores o discapacitadas, becas de estudio, apoyos productivos y todo lo que aún ofrece la imaginación burocrática. También habrá mercado para vender algo de lo que se produce o llegarán algunos turistas. No es un terremoto arrasador, que nada deja en pie. Pero cada vez más gente se da cuenta de que el mundo que teníamos ya no está. Es preciso crear otro nuevo. Y en eso están.