Ocupa un lugar central en la literatura y la cultura de México. La razón de fondo es muy sencilla. Escribe extraordinariamente bien, sí. Pero sobre todo entiende. Citando a Clarice Lispector, admite: Entender es una creación, mi único modo
. Nunca se le va la onda (expresión que Rosario cuarentona ya usaba en los años 60). Eso le da ventaja ante pares y contemporáneos. Sus tanteos no son inseguros, y con frecuencia en sus preguntas está el hallazgo que llama nuestra atención y la despiertan.
La diversidad lúcida de sus escritos, seria e irónica, la produjo en apenas 25 de los 49 años que tenía al morir en 1974. Ya sólo eso la empata con Juana Inés de la Cruz y sus 44 años, pero además, como sor Juana, se permite tomar el pulso total de su tiempo, rodeada por los varones que supuestamente lo hacían. Mujer que no pide permiso, comparte otras ventajas personales con Juana y otras autoras, para las que sirve como galería Mujer que sabe latín (1973).
Cultiva la interlocución de igual a igual
(expresión suya) con Jaime Sabines, Augusto Monterroso, Ernesto Mejía Sánchez, Rubén Bonifaz Nuño. Convive con los filósofos del grupo Hiperión (Uranga, Portilla, Sánchez MacGregor, su gran amigo Luis Villoro, su marido, Ricardo Guerra). Toda una universitaria. Logra ser quien es, más allá del hecho, entonces infrecuente en esos ámbitos, de su condición femenina. Crea sin miedo poemas, novelas, cuentos, teatro pedagógico, con pasión intelectual y soltura desafiante. Como Rulfo y Revueltas, trasciende la narrativa indigenista, pero a diferencia de ellos asume la mexicanidad desde los pueblos indígenas, en particular de Chiapas. La narradora no es etnóloga, sino poeta con formación filosófica. Su acercamiento a los indígenas resulta en gran literatura, tocada por el entendimiento de lo humano que le aprendió a Tolstoi.
La contraposición trágica entre el mundo ladino y el indígena maya es central en Balún Canan y Oficio de tinieblas, sus dos novelas, y buena parte, la mejor, de sus cuentos (Ciudad Real
, Los convidados de agosto
, Álbum de familia
). Retrata despiadadamente a su propia casta terrateniente, esos kaxlanes acostumbrados a abusar de los chamulas, tojolabales y tseltales. Exhibe la doble moral católica, el papel utilitario de la mujer, la discriminación, los prejuicios medievales en Ciudad Real. (No le tocó coincidir con el obispo Samuel Ruiz; se hubieran entendido). Recurre a la implacable mirada infantil. Retrata la promiscuidad hipócrita de coletos y comitecos. La miseria de los indios. No se guarda nada.
También ensayista y periodista, poeta, a mi parecer, es la mejor de todas las Rosarios. Encarna un cambio de época. Del dominio formal a la liberación del verso, dice y canta la verdad desde una fe temprana que evoluciona en la mirada de la niña, la muchacha aplicada, la dama formal, la maestra, la coordinadora de guiñoles indígenas, la traductora, la señora embajadora. En su poesía hablan la hija, la enamorada, la madre atormentada, la mujer que confiesa, denuncia, interpreta. Suya, la lamentación más lírica, el dolor más rojo, la conciencia combatiente. Sólo ella puede espetar tan campante a López Velarde: “Ramón, por tu virtud única de poeta, / −que fue la de sentirte desollado−, / machihembraste en verso nuestra raza”. Sea ella la primera heredera de esa identidad machihembrada en la poesía mexicana.
Atiende a las poetisas
latinoamericanas de su tiempo y juega con la designación de Mejía Sánchez: poetastras, poetastrisas
. Le da igual. Cierta Rosario ocupa el foco de la mirada pública a escala hagiográfica: su feminismo, los tabúes que enfrentó y rompió. Fue feminista a conciencia, pulsó las cuerdas de su tiempo, caminó con Simone de Beauvoir, se conectó a la otra Simone (Weil), a Virginia Woolf, Mary McCarthy, Natalia Ginzburg, Lilian Hellman, Karen Blixen-Isak Dinisen, María Luisa Bombal. De igual a igual otra vez, clara y atenta. Siente la proximidad de Lispector. Como sea, emparenta mejor que nada con la visión femenina y africana de Doris Lessing, aplicada aquí al otro
americano, el originario, y al criollo incorregible. Su feminismo suma un humanismo abierto, y un aliento político al que nunca somete su compromiso poético.
Es Dido en el extremo, escaldada por el amor (lo he concebido siempre como uno de los instrumentos de la catástrofe
).
Proclamando superar los tormentos de Alfonsina Storni, Juana de Ibarbourou y Delmira Agustini, comparte las jóvenes angustias expresionistas
(A. Álvarez dixit) de Sylvia Plath y Anne Sexton: Y deletreas el nombre del caos. Y no puedes / dormir si no destapas / el frasco de pastillas, y si no tragas una / en la que se condensa, / químicamente pura, / la ordenación del mundo
(Valium 10
).
No se adelantó a su tiempo. Su tiempo sigue siendo. En una entrevista con Margarita García Flores advertía algo indispensable: El arte tiene, ante todo, el deber de ser arte. Como fenómeno social que es puede teñirse de propaganda política, religiosa, etcétera. Pero esta propaganda no será de ninguna manera eficaz, si no se subordina a las exigencias estéticas
.