Bellinghausen: Sinfonía salvaje

Por Hermann Bellinghausen

Más allá de la megalomanía y la prodigalidad de su obra, que los convierten en los artistas nacionales de Brasil, Heitor Villa Lobos y Sebastião Salgado comparten la fascinación ante el prodigio monumental de la selva amazónica y el río de ríos, símbolo de país más grande de América del Sur. Si bien su floresta abarca territorios de nueve países en el subcontinente y conforma algunas de las fronteras más inalcanzables del planeta, por la proporción de la Amazonia que pertenece a Brasil se les concibe juntos. El corazón del agua nace en los páramos de tres naciones andinas y amazónicas (Ecuador, Colombia y Perú), constituye la casi totalidad de las Guayanas (Francesa, Surinam, Guyana) y da a Bolivia y Venezuela buena parte de su verdor. En sus 7 millones de hectáreas tenemos el universo vegetal más barroco que la imaginación humana puede conocer en el mundo real.

La enumeración de sus prodigios vivientes demanda enciclopedia y tratados: mamíferos, peces, aves de sueño, reptiles, insectos comunes y fantásticos, ceibas que da vértigo mirar, flores, frutos, palmas, semillas que caminan y vuelan a través del continente y atraviesan el océano, agua de lluvia, agua de árbol, agua del subsuelo, agua dulce que alimenta los abismos salados del mar. Villa Lobos, autoerigido cantor total de su país, adánico y solar a la manera de Diego Rivera o Pablo Neruda, inventó el nacionalismo que necesitaba la vasta nación afroportuguesa, establecida sobre un mosaico indígena al que la civilización colonial lleva siglos tratando de exterminar, lo mismo que a su selva madre.

A ese planeta amazónico ha llegado sin cesar durante décadas Sebastião Salgado, para quien el cargo de fotógrafo ya resulta insuficiente. Sus proyectos totalizadores lo llevaron a recorrer el mundo, ha visto el sertón desnudo, la América indígena, el dolor y la gloria en África, las guerras del Medio Oriente. Desde sus mineros locos y codiciosos en Serra Pelada (entre quienes estuvieron Jair Bolsonaro y su hijo) a sus retratos de comunidades enteras en una sola placa, Salgado es Brueghel. Eso lo lleva a idear libros gigantescos y convertir sus exposiciones en espectáculos apabullantes. Sus fotos sólo admiten gran formato y su público parece una brizna en el espacio.

Ya Génesis (2013) delataba su vocación de absoluto. Con Amaz ô nia (2021), su Génesis personal, Salgado suma música para la aventura más ambiciosa (ambición es una palabra que le va como artista, y por suerte como activista ambiental). En su recorrido europeo hizo sonar a Phillip Glass y al propio Villa Lobos en salas de concierto, y para los museos, como en México, se apoyó además en Gilberto Gil, la inmersión sonora de Jean-Michel Jarre y la pieza de Rodolfo Stroeter acompañado por cantores y músicos originarios.

Además de las 230 estampas que demuestran que el paraíso es blanco y negro, la gran exhibición incluye dos proyecciones que hacen del recorrido una cosa fuerte, intemporal. En Planeta Amazonia desfila el paisaje captado en 58 visitas durante siete años y decenas de vuelos sobre sierras, ríos y bosques bajo los cielos de Nunca Jamás, y nos inyecta Erosao (Origem do Río Amazonas), poema sinfónico de Villa Lobos. Para que se den una idea del amazonismo e indianismo del compositor, basta mencionar entre sus piezas sinfónicas y corales: Génesis, el ballet Amazonas (sí, Salgado repite los títulos de su paisano), Amanecer en una selva tropical, su sexta sinfonía Montanhas do Brasil, los ballets Uirapur y Mandú-Carará, el poema sinfónico Ruda, el mayestático Descobrimento do Brasil, y su última y augusta obra maestra, A Floresta do Amazonas.

El proyecto Amazônia, diseñado y curado como buena parte de su obra por Léila Wanick, su esposa y editora, ofrece una galería de retratos que, bebido en conjunto mediante la proyección fílmica y la envolvente música de Stroeter y sus intérpretes aborígenes, constituye el viaje culminante de la muestra. Ya hemos visto centenares de cuerpos y rostros en la obra de Salgado, algunos son representaciones inmortales de lo humano: niños, indígenas, trabajadores, migrantes, la verdadera Sal de la Tierra (como se titula el documental-galería de su hijo Juliano Ribeiro Salgado y Wim Wenders, 2014). Pero Retratos, la reunión de rostros, cuerpos, familias, comunidades y vidas que transcurren aquí constituyen un regalo estético de profundo humanismo.

Amaz ô nia nos lleva al territorio indígena protegido de Xingú, al inmenso archipiélago de aguas voladoras en Anavilhanas sobre el río Negro, a los inselbergs de la sierra Imeri (incluido el Pico Guimaraes Rosa, llamado como el gran narrador del sertón). Nos comparte la encantadora intimidad salvaje de los awá-guajá, zo’é, suruwahá, yawanawá, marubo, yanomami, ashaninka y macuxi. Poderío chamánico, fortaleza física, belleza en estado puro. Casi demasiado para la atención sensible. Podemos acusar a Salgado de diseminar la fiebre National Geographic y exotizar a los pueblos desvanecientes, pero su aporte es tan vasto y definitivo como el de Edward Sheriff Curtis, su verdadero precursor fotográfico.

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