Ortiz-Pinchetti: El día en que Vargas Llosa perdió

A la memoria de Humberto Ramos Molina, El Pingüino. 

Fue el desenlace de la novela que no esperaba protagonizar. Un ingeniero agrónomo desconocido que termina derrotando a célebre escritor en una contienda electoral insólita. El perdedor, sin embargo, da testimonio elocuente de su talante democrático al aceptar su derrota la noche misma de los comicios.

Fallecido el pasado domingo 13 de abril en la capital peruana, el escritor arequipeño con tres nacionalidades, Premio Nobel de Literatura 2010, considerado uno de los creadores más importantes de la literatura contemporánea en el mundo, enorme novelista, es hoy homenajeado de manera unánime en su país y en otras muchas naciones. Su incursión en la política activa, hace 35 años, resultó, sin embargo, un fracaso del que nunca se repuso del todo. Fue aquel un episodio patético.

Escribí desde Lima:

Demudado, de traje pero sin corbata, Mario Vargas Llosa llegó a las puertas del hotel Crillón, en el centro de Lima, poco después de las seis de la tarde de su domingo negro. Bajó de un auto blanco  –escoltado por otros cuatro vehículos y por media docena de motociclistas– y soportó el griterío de la multitud reunida en la calle de La Colmena: “¡Que se vaya! ¡Que se vaya!”.

Estaba lívido. 

Una nube de guaruras lo llevó casi en vilo a través del atestado vestíbulo del hotel y lo encaramó en uno de los cuatro ascensores de puertas doradas. Subió con su jefe de seguridad al séptimo piso y se dirigió a la habitación 712. Ahí se encontró con Alberto Fujimori, que en esos momentos era entrevistado para la televisión japonesa. La visita duró un par de minutos. “Lo felicito, ingeniero”, dijo el escritor. “He venido a desearle mucho éxito”. Se abrazaron. Fujimori lo acompañó hasta la puerta. Y Vargas Llosa bajó, ahora en un elevador de servicio, directo al sótano, de donde fue sacado a escondidas por sus custodios.

Fue el desenlace de la novela que el escribidor arequipeño de 54 años de edad nunca pensó protagonizar.

Dos horas antes, las proyecciones electorales difundidas por la televisión habían confirmado el triunfo contundente del candidato de Cambio 90 –un ingeniero agrónomo desconocido tres meses atrás– sobre el mundialmente afamado autor de Conversación en La Catedral.

Tataranieto de un samurái japonés, hijo de emigrados japoneses, casado con una japonesa y padre de cuatro japonesitos, Alberto Kenya Fujimori Fujimori será, por decisión mayoritaria de los peruanos, el próximo Presidente de este país de 22 millones de habitantes sumido en la más grave crisis de su historia.

Venció clara y rotundamente a su rival, Mario Vargas Llosa, candidato del derechista Frente Democrático (Fredemo), en la segunda vuelta electoral del domingo 10 de junio. Aunque los resultados oficiales se conocerán en dos semanas, las proyecciones dan a Fujimori una sorprendente ventaja de más de 20 puntos porcentuales.

Perú vivió ese año una candente contienda electoral. La politización abrazó a todos los sectores, en todo el país. Hasta la Iglesia Católica se vio envuelta en la discusión política, que llegó por cierto a niveles de ignominia. La tensión fue en aumento, hasta el punto del enfrentamiento entre hermanos, entre padres e hijos, entre amigos. Como aquí en los últimos años, vamos.

Cubrí parcialmente la campaña de ambos candidatos. Acompañé a Vargas Llosa en algunas de sus giras y le hice una larga entrevista en Paracas, –un balneario ubicado al sur del país andino, frente al Océano Pacífico— un mes antes de los comicios de primera vuelta. Habló entonces de la importancia de la democracia como un sistema que garantiza la libertad y los derechos individuales. Abogó por un compromiso firme con los valores democráticos en América Latina.

El escritor-candidato, antes admirador del líder cubano Fidel Castro Ruz, criticó también durante nuestra conversación a los regímenes autoritarios y populistas en la región y propuso la necesidad de una resistencia activa contra cualquier forma de dictadura, ya sea de izquierda o de derecha. Propuso un enfoque liberal en la economía, promoviendo políticas que fomentaran la inversión privada y el libre mercado como motores de desarrollo y crecimiento económico, y destacó la importancia de la educación como herramienta fundamental para el progreso social, y la formación de ciudadanos críticos y comprometidos. Sus propuestas económicas liberales parecían ser una opción viable para una Nación en bancarrota y endeudado, espectacularmente disparadas la inflación y la devaluación del Inti, la moneda peruana.

Me pareció un buen candidato programáticamente hablando, sólido; pero evidentemente frio, lejano de ese pueblo al que pretendía gobernar. Había vivido fuera de su país, en Madrid, desde 1972, y regresó justo para aspirar a la Presidencia. Se le notaba distante. Lo era por su lenguaje, su actitud. Lo observé en Piura, en Arequipa su tierra, en Cusco, en Lima misma. No conectaba en los mítines, poco concurridos de por sí, aunque tenía amplia y destacada presencia en medios. “Que cada peruano tenga su autito”, proponía, por ejemplo, como aspiración de futuro.

En la primera vuelta electoral, en abril de ese 1990, Vargas Llosa quedó en primer lugar… pero no alcanzó el 50 por ciento de los votos necesarios para ganar la Presidencia. Fujimori quedó en segundo lugar y el candidato del partido aprista del presidente Alan García, Luis Alva Castro, en tercero. Fue necesaria entonces una segunda ronda, en la que conforme a la legislación electoral peruana participan sólo dos primeros contendientes.

Los electores peruanos llegaron a la segunda vuelta electoral, dos meses después,  aturdidos por las conjeturas, el estruendo de la propaganda, los pronósticos, las encuestas que nada definían y que, finalmente, otra vez, fallaron. Los sondeos sobre la intencionalidad del voto, en efecto, cooperaron al clima de incertidumbre. Aparentemente, los bonos de Fujimori habían ido en descenso permanente a partir de su superioridad posterior a la primera vuelta. Vargas Llosa ganaba terreno cada día, sobre todo, en la última semana y luego del debate público entre ambos candidatos.

Dos días antes de los comicios, el viernes 8, las empresas encuestadoras dieron a conocer a la prensa extranjera los resultados de sus últimos sondeos: un virtual empate estadístico entre Fujimori y Vargas Llosa. En una encuesta, el japonesito aparecía arriba por menos de dos puntos porcentuales; en otra, era Vargas Llosa quien dominaba, por diferencia similar. Ambas resultaron un fiasco.

A las tres en punto de la tarde de aquel domingo 10 de junio, hora en que se cerró la votación, la televisión difundió las primeras proyecciones a partir de encuestas “a boca de urna”: Fujimori estaba arriba por más de siete puntos. Su ventaja, sin embargo, aumentaría en cada nuevo informe, hasta superar los 20 puntos a las ocho de la noche. La noche negra de Vargas Llosa. Válgame.

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