Por Ernesto Camou Healy
— Ayer se celebró un aniversario más del inicio de la Revolución Mexicana. Un momento crítico de nuestra historia, que fue punto de partida para una transformación más o menos radical, y el inicio de un esquema de desarrollo del México del siglo 20, que tuvo momentos célebres y también simas de infamia para nada memorables.
Fue José López Portillo quien afirmó, unos años después de haber terminado un mandato poco conspicuo, que él había sido “el último Presidente de la Revolución”, a la que se venía hostigando desde algunas décadas antes, por más que la retórica oficial la intentara mantener impoluta.
Un hacendado de Parras, don Francisco I. Madero redactó el Plan de San Luis en contra del gobierno de Porfirio Díaz y señaló la fecha del 20 de noviembre de 1910, “a las seis de la tarde” como el momento en el que el pueblo debería alzarse en armas contra el mal Gobierno. Me imagino que aquel día, a esa hora precisa, muchos mexicanos, curiosos y cautelosos, se asomarían a la calle para si había comenzado la revuelta…
Y sí sucedió, aunque no con la unanimidad que don Francisco habría deseado, pero con la fuerza suficiente para obligar a don Porfirio a renunciar y salir del País seis meses después. Madero fue declarado Presidente, luego vino el golpe de estado de Victoriano Huerta, que asesinó al gobernante legítimo y provocó una revolución cruenta con la participación del campesinado, para entonces sin tierras y en condiciones de extrema pobreza a causa de las leyes de desamortización de los bienes de las corporaciones de 1856, que permitieron el despojo de las tierras comunales y la formación de grandes haciendas que explotaban el trabajo campesino. Después de más de una década de hostilidades se logró formar un Estado que reconocía su germen en aquella revolución, y que dio inicio a una historia con claroscuros que logró una etapa de desarrollo significativa a mediados del siglo pasado, pero que también estuvo punteada por procesos de represión y corrupción frecuentes y abismales.
Si López Portillo fue el último mandatario que reconoció a su régimen como heredero de aquel movimiento, fue Carlos Salinas quien propició una transformación económica y social copiada del desarrollo norteamericano, para nosotros inadecuado y poco replicable por nuestros grandes contrastes y sin contar con una clase media pujante para impulsar la economía. A partir de su Gobierno se permitió la venta de tierras ejidales y, al mismo tiempo, se fueron disminuyendo los apoyos para la pequeña agricultura, dispersa por todo el País, que resolvían en años buenos el problema de alimentación de las regiones, y en años malos eran un refugio que permitía sortear los temporales, siempre con apoyos, nunca demasiado generosos, de las instituciones oficiales.
Esta combinación, pérdida de tierras y eliminación de soportes a su actividad económica, a veces de subsistencia -lo cual ya es mérito: Se daban de comer a sí mismos-, a veces con excedentes para vender y compartir, se fue traduciendo en el abandono paulatino del campo y la emigración cuantiosa a las ciudades y a los Estados Unidos de Norteamérica. La consecuencia fue el incremento acelerado de la pobreza por todo el País, y el surgimiento de grupos delincuenciales dedicados al cultivo y trasiego de estupefacientes para surtir al mercado gringo, más la inseguridad generalizada por toda la geografía nacional…
Eso configuró una verdadera emergencia generalizada, signada por la violencia, la corrupción, la polarización y la pobreza de dos terceras partes de los mexicanos. La actual administración, en la que también hay dislates, se propuso hacer mella en la corrupción del Gobierno, impulsar la economía de las clases populares, disminuir la pobreza, reducir la enorme brecha económica entre los connacionales y fortalecer un mercado interno aún enclenque y débil.
No es tarea sencilla, tiene muchas dificultades y hay muchos dispuestos a ponerle zancadillas y hartos obstáculos, pero parece el rumbo ineludible…