Pueblos indios y 4T

Por Luis Hernández Navarro / La Jornada

— En plena pandemia, la presa Pilares comenzó a llenarse. La comunidad de Chorijoa, del ejido Guarijíos-Burapaco, fue inundada. Sus tierras, árboles frutales, cercos, vegetación tradicional, platas medicinales están desapareciendo bajo el agua. Conforme el embalse se llena, el territorio ancestral de la tribu makurawe se pierde.

La presa Pilares se construyó sobre el río Mayo, en Álamos, Sonora, a lo largo de 10 años, en territorio guarijío. Reconocidos como pueblo en 1986, nunca les consultaron si la querían o no, o si estaban de acuerdo con ella. Menos aún les explicaron las consecuencias que les traería su edificación. Simple y sencillamente, la construyeron en su territorio. Tampoco les avisaron que iban a anegar sus tierras. Sin contemplación alguna las inundaron. No les importó que los indígenas estuvieran legalmente amparados. Pasaron por encima de ellos (https://bit.ly/34R3XPc).

La tragedia de los guarijíos, indígenas pobres entre los pobres, desplazados de sus tierras y su territorio por una presa, dista de ser una excepción en el México indígena de hoy. A lo largo de todo el país, en nombre del progreso, la soberanía energética o el bienestar, diversos megaproyectos devoran los hábitats ancestrales de las comunidades originales. Sin más contrapeso que la resistencia comunitaria y unas pocas herramientas legales, quienes impulsan las grandes obras ignoran el derecho a la consulta de los pueblos, expolian sus recursos naturales, contaminan y roban sus aguas, los expulsan de sus terruños, devastan flora y fauna y asesinan a sus defensores.

Teóricamente no debería ser así. Una y otra vez, el presidente López Obrador ha reivindicado la herencia de los pueblos originarios. La cuestión indígena está en el centro de su agenda. Desde la toma de posesión en el Zócalo hasta la gira titulada Diálogo con los pueblos indígenas, que contemplaba visitar 100 comunidades en todo el territorio mexicano, el tema es parte medular de su proyecto de gobierno.

“Voy –anunció al dar el banderazo de salida a su recorrido por 100 comunidades– a visitar todas las regiones indígenas de México. Me voy a reunir con los integrantes de todas las etnias y de todas las culturas originarias de nuestro país. […] Quiero ir a hablar con ellos para constatar cómo van los programas que se han puesto en práctica en beneficio de las comunidades indígenas, porque se les está dando prioridad, atención especial, pero quiero escuchar sus puntos de vista y recoger también otros sentimientos”. En parte, el recorrido buscó destrabar los amparos interpuestos por las comunidades contra decenas de proyectos de infraestructura.

Sin embargo, pese a esta declaración de intenciones, el balance de la relación entre pueblos indígenas y 4T no permite ser optimista. Después de dos años de un nuevo gobierno, los pueblos originarios no cuentan con el reconocimiento a sus derechos pendiente desde que se firmaron los acuerdos de San Andrés en febrero de 1996, ni más presupuesto para sus proyectos de desarrollo, ni defensa eficaz a sus derechos humanos (de Samir Flores a Óscar Eyraud Adams en este sexenio han sido asesinados al menos 30 defensores de derechos humanos) ni respeto a sus territorios.

Para atender a las etnias, el nuevo gobierno promovió la formación del Instituto Nacional de los Pueblos Indígenas (INPI) apenas tres días después de la asunción de López Obrador. Para encabezar la nueva institución nombró a profesionistas provenientes de comunidades originarias. Desafortunadamente, no obstante el origen de sus directivos, el INPI reprodujo, sin más, los rancios vicios del indigenismo estatal de gobiernos anteriores. A lo sumo, llevó al mundo indígena las mismas políticas sociales instrumentadas para combatir la pobreza en otros sectores de la población.

En estos dos años, el INPI ha facilitado la realización de consultas a modo para avalar megaproyectos, alejadas por completo de lo establecido en el Convenio 169 de la Organización Internacional del Trabajo. Ha recreado las rancias políticas paternalistas asistenciales y clientelares del viejo régimen. Aunque declara que se necesita otra reforma constitucional sobre derechos y cultura indígenas, no da un sólo paso en esta dirección. Acepta, sin chistar, la drástica reducción de su presupuesto (40 por ciento). Guarda ominoso silencio ante el asesinato de decenas de líderes indígenas. No dice una sola palabra ante la paramilitarización de amplias regiones indias en el país. Y cierra los ojos ante el despojo empresarial de los territorios.

Por si fuera poco, como resultado de la falta de información y de medidas oportunas por parte del Estado para enfrentar la pandemia de Covid-19, muchas comunidades indígenas podrían estar ante las puertas de la catástrofe, debido a que la enfermedad agudizará los problemas y desigualdades en estos pueblos (https://bit.ly/2GHjBEK).

Lejos de resolver la promesa de solucionar sus demandas ancestrales y construir un nuevo trato entre Estado y comunidades indígenas, la 4T ha lanzado una ofensiva contra los territorios y la libre determinación de los pueblos originarios. Como sucede con la presa Pilares y con tantos otros proyectos, el asunto no es solicitar un hipotético perdón por lo acontecido hace 500 años, sino frenar el saqueo, despojo, explotación y discriminación que los pueblos indios viven hoy.

Twitter: @lhan55

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