Por Gustavo Esteva
— En estos meses peculiares mucha gente descubrió la incorregible naturaleza del régimen dominante. Busca ya otras formas de existencia social.
El capitalismo y su forma política se presentaron siempre como una forma deseable de vivir. Cuando el camino socialista pareció fracasado o perdió atractivo, en los años 80 y 90, la vía capitalista no sólo pareció deseable, sino única. Fukuyama se hizo famoso al proclamar el fin de la historia. Llegó a decir que el matrimonio del capitalismo con la democracia liberal era la culminación de la historia humana y ni siquiera podíamos imaginar algo mejor. Mucha gente lo creyó.
La idealización del capitalismo viene de muy atrás. No tiene rival la formulación de Marx, al describir en el Manifiesto del Partido Comunista las hazañas de la nueva clase dominante: “La burguesía ha creado energías productivas mucho más grandiosas y colosales que todas las pasadas generaciones juntas… Ha producido maravillas mucho mayores que las pirámides de Egipto, los acueductos romanos y las catedrales góticas; ha acometido y dado cima a empresas mucho más grandiosas que las emigraciones de los pueblos y las cruzadas”. Entre sus creaciones estaría el moderno estado representativo, que sería el consejo de administración de sus actividades.
Por buenas razones Marx nunca usó la palabra capitalismo
. Se atuvo a las condiciones de su tiempo, para referirse sólo al modo capitalista de producción. En la actualidad, la sociedad entera, en todos sus aspectos, está moldeada por el capital. Hasta nuestros deseos más íntimos pueden estar determinados por él, que define el modo de vivir de la mayoría. Si bien los defectos de ese régimen fueron siempre evidentes para casi toda la gente, no le quitaban su magia, su atractivo; en general se consideraba que era posible corregirlos por medio de reformas en las que se empeñaba la lucha política.
Eso es lo que habría terminado para mucha gente en estos meses. Quedó claro que ese modo de vivir es insoportable. Que no hay manera de justificar las condiciones que impone a la mayoría. Si bien el confinamiento causó serias dificultades domésticas, como la violencia contra mujeres, niñas y niños, también es cierto que descubrió, para millones de personas, otra manera de vivir, otras experiencias de vida cotidiana, formas más gozosas y creativas de amar, de jugar, de comer, de vivir, de disfrutar la familia, que antes debían reservarse para los fines de semana o las vacaciones.
Al mismo tiempo, en la misma experiencia, se exhibió el carácter profundamente inmoral e irresponsable de las clases dominantes. Han estado circulando pruebas claras y contundentes de lo que todo mundo sospechaba: es ya imposible trazar una línea que distinga claramente el mundo del crimen del mundo de las instituciones.
Ayotzinapa sigue siendo detonador de una conciencia clara: no hay área o sector de la sociedad y el gobierno ajenas a conductas criminales. Al mismo tiempo, se ofrecen pruebas de lo que todo mundo sospechaba: la vinculación profunda entre los cárteles y los bancos, por ejemplo. Igualmente, se ha estado exhibiendo la voracidad criminal e irresponsable de la industria de la salud, que subordina a sus fines a un servicio médico que enferma y a un sistema de salud desmantelado.
Pocas cosas han hecho más evidente la naturaleza de ese régimen que su comportamiento en el área de la comida. Tiene ya carácter criminal el hecho de que los capitalistas produzcan alimentos que son causa de todo género de enfermedades y trastornos, y que al hacerlo destruyan el ambiente y contaminen todo a su paso. Es también criminal la forma en que generan los patrones de consumo de esos alimentos. Ha resultado impresionante la manera en que los responsables de esa actividad criminal se han dedicado a defenderla ante algunos tímidos avances legales contra la chatarra o para el etiquetado de los alimentos. El carácter obsceno y tramposo de sus argumentos quedó de pronto a la vista de todas y todos.
Nada de esto es novedad. Era una realidad conocida y reconocida, aunque no toda la gente la percibiera con claridad. Pero no se debilitaba por ello la creencia en las bondades del sistema, cuando no en su omnipotencia. Ni los hechos ni los argumentos habían logrado refutar esa creencia, formada y afirmada en un orden distinto al de la realidad. Y es ahí, en ese orden, donde la experiencia de estos meses habría logrado al fin socavarla y para muchísima gente desmantelarla.
Un número creciente de personas se une ahora a quienes buscan, más con las manos y el corazón que con la cabeza, una manera diferente de vivir, un mundo que no siga preso de esas condiciones inhumanas e insoportables. Crece la urgencia de detener el terricidio, que se sigue practicando con impunidad e insensatez. Se multiplican, sobre todo, hasta en los lugares más inesperados, iniciativas de quienes por estricta supervivencia o por un deber moral han decidido tomar un camino que hasta hace poco tiempo parecía impensable, un camino que va más allá del capitalismo.