Por Jesús Chávez Marín
— [Octubre de 1990]. En medio de la crisis económica que nos asfixia, aun podemos mirar de lejos una historia fabulosa como esta: en una suite del hotel The Drake, de Manhattan, suena el teléfono a las 7 de la mañana de un jueves. Allí se hospeda un hombre de 76 años, de ojos azules y pelo rizado, casi blanco, llamado Octavio Paz.
Contesta la llamada: le avisan que la academia sueca le otorga el Premio Nobel de Literatura 1990.
Desde ese momento su rostro aparecerá en las pantallas de todas las televisiones del mundo. Su nombre será impreso en millones de páginas de todos los periódicos.
Se dirá que es el primer Nobel de literatura que se gana un mexicano. (El otro Nobel mexicano fue el Nobel de la Paz que le dieron a Alfonso García Robles).
El presidente de su país le hablará ese mismo jueves para felicitarlo de parte suya y de parte de ocho presidentes latinoamericanos que lo acompañan en ese momento en una junta cumbre en Caracas, desde allá le habla.
Cinco teléfonos instalarán en la suite el consulado mexicano y sonarán todo el día con llamadas de larga distancia desde todas las ciudades del mundo. Paz las contestará personalmente, interrumpiendo el diálogo con los quinientos periodistas que desfilan para entrevistarlo esa mañana.
Alguien menciona que el próximo 10 de diciembre, en la ceremonia de premiación, el cheque del premio será de dos mil millones de pesos. Se escribirá que este año los otros candidatos para el Nobel de literatura fueron Carlos Fuentes, Milan Kundera, Marguerite Duras, Nadine Grodimer y GünterGrass, autores rutilantes cuyos libros en todos los idiomas se venden en las librerías de la tierra junto a los muchos libros que Paz ha escrito en su vida.
Y se imprimirá un millón de veces esta frase: “La academia sueca premia a Octavio Paz por su obra literaria, una obra apasionada, abierta sobre los vastos horizontes, impregnada de sensual inteligencia y de humanismo íntegro”.
Octubre de 1990