Por Ernesto Camou Healy
— La pandemia del Covid provocará muchos cambios en la vida y la sociedad en el futuro cercano. Cuando salgamos del aislamiento, quienes hemos resistido encerrados, lo haremos con la conciencia de que nuestra salud y bienestar no son un dato inequívoco, sino algo que debemos cuidar y luchar para mantener la sanidad.
El buen entendedor sabrá que hay conductas de riesgo que se deben evitar, que habrá sitios y eventos menos aconsejables como asistir a salas de cine (¡qué nostalgia para los cinéfilos empedernidos!), a eventos multitudinarios, sobre todo en espacios cerrados; tendremos que inventar nuevas formas de presentar y asistir al teatro, que siempre ha sido una forma eficaz y necesaria para provocar reflexión o catarsis, y comprobar que la vida tiene un punto de inflexión fundamental en la complicidad entre el espectador y el escenario, donde se recrea la vida sin tapujos para quien se deje tocar por su magia.
En el ámbito individual tenemos que realizar una transformación vital de hábitos y costumbres, formas de alimentación, ejercicio, descanso y aprovechamiento del ocio y el entorno, que de tener un cuerpo razonablemente sano depende la sobrevivencia y la posibilidad de vencer amenazas inéditas.
La relación de la sociedad y gobiernos, individuos y empresas con la naturaleza debe cambiar totalmente: No puede ser una proveedora ilimitada de recursos para un desarrollo económico e industrial desigual; el entorno natural debe ser un medio al que respetamos, que nos acoge y posibilita, y con el que establecemos una relación armoniosa, de uso sustentable que afirme simultáneamente su existencia, la de la naturaleza, madre acogedora, y la de las personas que somos en ella, nunca contra ella.
Probablemente la transformación más urgente y compleja se refiere a la estructura económica: Tenemos un sistema que ha formado, a lo largo de décadas si no centurias, unas sociedades estratificadas y polarizadas en extremo.
Esta economía que tiende a explotar sin medida los recursos naturales comunes, tornándolos inútiles o destruyéndolos sin remedio para producir un valor que se apropia de forma privada, contra el interés común, y aprovechando la fuerza de trabajo de millones que no reciben una porción equitativa del fruto de su labor, ha producido multitudes que sobreviven malamente en la pobreza y en la miseria extrema.
Y si algo nos enseña esta pandemia es que es que se propaga por el contacto humano directo, no hace distinción de clases o estatus, pero que son las mayorías carentes de recursos para defenderse, o aislarse, quienes más sufren y son más perjudicados. Son los que tienen que ganar cada día lo suficiente para comer el siguiente, los más indefensos. Y son ellos, también, quienes en su necesidad pueden ser portadores de un virus oportunista que se esparce entre transeúntes y multitudes, amenaza al conjunto, y se ceba entre los que tienen menos defensas que se originan en la pobreza galopante.
Y lo dramático es que precisamente por la paralización de buena parte de la economía, mexicana y global, quienes más sufren son los pobres, y en nuestro País tenemos dos terceras partes de la población en condición de carencia, o miseria extrema, y la pandemia ha exacerbado su condición.
La caída del Producto Interno Bruto (PIB) se prevé será de alrededor del 10% a fin de año, es un golpe brutal a una economía cuyo desempeño ha sido cruelmente desigual: Ha permitido la formación de fortunas enormes, y el crecimiento constante de una mayoría cada vez más decaída y sin esperanza; esos que sufren más los estragos del Covid y que deben buscarse la vida cotidianamente, a pesar del riesgo de enfermar; además, son los que han estado moviendo los engranajes del comercio y servicios, que todos aprovechamos.
Cuando la pandemia aminore, se debe volver lo ojos a ellos y atenderlos prioritariamente: La recuperación debe incluirlos no sólo como acto de justicia, también como prevención para el futuro.