Lenguaje y barbarie

Por Javier Sicilia/ Proceso

— Las palabras son lo propio del ser humano. Todo el pensamiento, toda la cultura y sus objetos están hechos de ellas. No en vano el Evangelio de Juan dice que en el principio era la palabra.

Ellas son la raíz y el fruto de nuestra experiencia. Son también el lugar del sentido y del diálogo. Cuando vacilan, es decir, cuando pierden su capacidad significante, las sociedades se extravían, y el caos y la violencia reinan.

Yo tengo para mí que una buena parte de la profunda crisis civilizatoria que hoy vivimos tiene su origen en ello. La época de mayor comunicación coincide también con una era de barbarie. La razón es que el lenguaje ha ido perdiendo en la comunicación misma no sólo su riqueza y densidad, sino también el respeto que el hablar merece.

La lengua española tiene, según el Diccionario de la Real Academia, 88 mil palabras. El vocabulario con el que trabajaba Cervantes era de 23 mil, un universo léxico que supera al de cualquier autor posterior. Con esa cuarta parte del idioma español, Cervantes creó un universo que aún nos trasciende.

Hoy en día el universo lingüístico del mexicano promedio es de entre 500 y 240 palabras, léxico que la publicidad y el uso de las redes sociales estrecha aún más: los publicistas dicen que el anuncio perfecto no debe tener palabras de más de cuatro sílabas ni oraciones con frases subordinadas; las reglas del Twitter constriñen la comunicación a 280 caracteres, entre 30 y 35 palabras, descontando las palabras vacías que son los artículos, las preposiciones y la puntuación, cuando la hay.

Con eso no hay manera de dialogar, comprender o crear un mundo. Circunscritos a un universo lingüístico cada vez más pobre y estrecho, agobiados por la prisa del decir que impone la tecnología mediática e incapaces de comprender algo que escapa a ese universo léxico, una gran parte de sus usuarios no encuentra otra forma de expresión que la distorsión, el insulto y la violencia.

Hace días, los medios de comunicación televisivos difundieron un video donde uno de los seres más sanguinarios de los muchos que pueblan el país, El Marro, lanzaba una amenaza.

Reducido a un puñado de palabras cuyo universo es el del macho, donde “verga” y “putos” rematan sus frases, la pobreza de su léxico define su violencia.

Atrapado en un universo de 40 palabras –es casi imposible pensar que pueda poseer más–, la oscuridad de su mente, como la de tantos criminales, es la de un prehomínido perdido en un mundo de poderosos artefactos que, semejante al primate que blande un hueso al inicio de Odisea del espacio, utiliza para someter y asesinar.

Esa reducción del lenguaje, esa inanidad de su uso por parte de la publicidad y, ahora, de las redes sociales, esa falta de respeto por lo que la lengua es, ha contaminado también la vida política.

Víctor Klemperer nos mostró en La lengua del Tercer Reich lo que la bestialidad y la mentira política pueden hacer con el lenguaje y la vida humana. Al separarla de sus raíces significantes y morales, al utilizarla para fines utilitarios y contaminarla de eslóganes efectistas y definiciones acríticas, la lengua destruyó la cultura y la civilidad que durante siglos hizo florecer a Alemania.

Eso que aconteció en el país de Hölderlin está sucediendo en el mundo y en México. El lenguaje de los medios de comunicación y de la publicidad, lo que pasa por cultura en la televisión –telenovelas, reality shows, series de narcos–; la reducción de las vidas humanas a gráficas, curvas, porcentajes y cifras; la simplificación del debate público a la pobreza léxica de las redes, son pruebas evidentes del desprecio por lo que constituye lo más propio de lo humano.

El español que AMLO utiliza en sus conferencias de la mañana –pobre, anacrónico, lleno de contradicciones, mentiras, descalificaciones, redundancias y clichés moralinos–, como el que se emplea para vender un nuevo detergente que limpia la ropa y la casa como ningún otro, no está destinado –uso las palabras de George Steiner al referirse al lenguaje del presidente Eisenhower– ni a comunicar las verdades urgentes de la vida nacional ni a agilizar la inteligencia de sus oyentes, sino a malversar sus significados y banalizar la vida.

Cuando ante el crecimiento brutal de la violencia en sus múltiples rostros, el presidente y su secretaria de Gobernación dicen que vamos bien y que el crimen disminuye; cuando ante el sufrimiento de las víctimas del coronavirus puede decir que la pandemia le cae “como anillo al dedo”; cuando la oposición, que promovió el crimen, se lo recrimina con la hipocresía de las buenas conciencias; cuando la ciencia puede calificarse de “neoliberal”, es que el lenguaje y la vida de una comunidad han llegado a un estado peligroso de descomposición.

“En nuestro tiempo –cito una vez más a Steiner– el lenguaje de la política (y de la vida diaria) se ha contaminado de oscuridad y locura. Ninguna mentira es tan burda que no pueda expresarse tercamente, ninguna crueldad tan abyecta que no encuentre disculpa en la charlatanería del historicismo. Mientras no podamos devolver a las palabas (…) algún grado de claridad y seriedad en su significado, más irán nuestras vidas acercándose al caos. Vendrá entonces una nueva edad oscura.”

Pero, ¿quién sabe? La poesía tiene aún sus caminos.

Además, opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, detener la guerra, liberar a todos los presos políticos, hacer justicia a las víctimas de la violencia, juzgar a gobernadores y funcionarios criminales, esclarecer el asesinato de Samir Flores, la masacre de los LeBarón, detener los megaproyectos y devolverle la gobernabilidad a Morelos.

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