A 39 años del peor accidente aéreo en Chihuahua

Por Raúl Gómez Franco

Chihuahua— Aquella tarde del lunes 27 de julio (también era lunes) de 1981, me hallaba escribiendo mis notas del día en la Redacción de Novedades de Chihuahua. Era una tarde tranquila, con menos actividad que de costumbre porque muchos chihuahuenses andaban de vacaciones de verano.

Llovía. Más en unas partes de la ciudad que en otras.

Alrededor de las 4:30 de la tarde mi extensión de teléfono timbró (los celulares todavía eran un sueño de ciencia ficción. El primero, con un peso de casi un kilo, saldría hasta tres años después). La voz al otro lado del auricular se oía muy agitada. ¡Se acaba de caer un avión en el aeropuerto!, me repetía gritando. Le di las gracias, colgué e inmediatamente marqué a Bomberos, para descartar que fuera una broma. La respuesta que recibí me impactó. ¡Era cierto! Un DC-9, de los grandes, se despistó y ardía en medio del barro y de la lluvia.

Corrí a comentarle a mi jefe de información, Javier Contreras. Como era jornada tranquila los fotógrafos ya habían salido o andaban comiendo. Rápidamente acordamos que me fuera al aeropuerto con doña Gudelia Andrade, la laboratorista y también fotógrafa (era el tiempo en que las cámaras todavía usaban rollo, las fotos se revelaban e imprimían en papel, labor de la que se hacía cargo doña Gude, una señora bajita y menudita pero muy talentosa, que estaba en la antesala de la tercera edad). Nos acompañó (y nos llevó en su troca) el profe Guillermo Rosales, un maestro de escuela de Aldama que ese verano hacía prácticas como reportero. Aún no existía la actual carretera a Aldama, por lo que nos fuimos por la que era conocida como carretera al aeropuerto, hoy vialidad Juan Pablo II.
Todo fue ingresar a esta avenida para comenzar a ver una columna de humo que se elevaba ya algunas decenas de metros
–Píquele, profe, píquele –azuzaba al maestro Rosales. Carros de bomberos, patrullas, ambulancias, avanzaban a la par que nosotros hacia el puerto aéreo, entre el estruendo de las sirenas.

Cuando llegamos hasta el acceso a las pistas, le encargué al profe Rosales que comenzara a entrevistar y a conseguir información dentro del aeropuerto. Doña Gude y yo iríamos hasta la nave siniestrada. Elementos de seguridad nos quisieron impedir el acceso a pesar de que les mostramos nuestras credenciales, pero no les hicimos caso. “Si quieren seguirnos, apresarnos o dispararnos, allá ustedes, pero nosotros también estamos haciendo nuestro trabajo”, les grité.

Le pedí a doña Gude que se fuera a su ritmo y con mucho cuidado, que me iba a adelantar. No hay nada como la juventud para esos casos. Recuerdo que corrí como nunca, por entre el zoquete cuando terminó el asfalto de la pista, entre las hierbas y bajo la lluvia, que ya no era tan fuerte. A esas alturas pensaba que ya todos los pasajeros sobrevivientes estarían guarecidos en las salas del aeropuerto, pero no. En mi trayecto me crucé con socorristas que ayudaban a avanzar entre el lodo a hombres y mujeres con caras de espanto, lívidos, sufrientes… Ellos se dirigían hacia la vida. Yo hacia la muerte que habían dejado atrás. Mi primer impulso fue entrevistarlos mientras caminaban, pero preferí seguir hacia el avión. Mis compañeros que ya comenzarían a llegar los entrevistarían.

No es lo mismo ver películas sobre desastres que enfrentarse de cara a uno real. Como periodista uno tiene que describir todo lo que ve, pero al llegar me sentí de pronto impotente para retratar con palabras lo que encontré.

Ahí estaba aquel pajarraco inerte, humeante, con las tripas de fuera y las alas ya sin vida. Seguían llegando bomberos a auxiliar a los que ya se afanaban por apagar el fuego, porque el avión ardía. Comencé a dar una vuelta alrededor de la nave para tener una imagen completa de lo que sucedía. Pregunté a un bombero y me confirmó que no habían podido salir muchas personas, sobre todo asfixiados por los tóxicos gases que desprenden los plásticos quemados Al único representante de algún medio que vi entre aquella destrucción fue a Luisito Domínguez, el fotógrafo de El Heraldo que cubría la llegada y salida de viajantes. Él se encontraba en el aeropuerto cuando el avión despistó y pudo estar ahí desde que ocurrió el desastre. Casi junto conmigo también llegó mi tocayo y amigo Raúl Lechuga, quien laboraba asimismo para El Heraldo. Poco a poco fueron llegando más reporteros, fotógrafos, elementos de cuerpos de rescate, soldados… Aquello era una danza fúnebre de adrenalina disparada, que se movía en torno a aquel gigante abatido.

El DC-9-32, McDonnell Douglas de Aeromexico, bautizado como Yucatán, vuelo 230 procedente de Monterrey con destino a Chihuahua-Hermosillo-Tijuana, traía a 60 pasajeros y seis tripulantes. El recuento final fue de 32 muertos, 34 sobrevivientes. Cuando la nave estaba por aterrizar se desató una pequeña tormenta “perfecta” en ese espacio, con fuerte lluvia y tolvaneras. El avión tocó tierra, pero se salió de la pista a un terreno muy irregular y hasta con algunas zanjas y hondonadas, por lo que se partió del centro.

La escena que estrujó hasta al más calado de los presentes fue cuando los bomberos sacaron el cadáver de una mujer adulta, ya carbonizado, abrazado al de un niño. Madre e hijo. Así murieron. Así pasaron sus últimos momentos, entrelazados uno con el otro.

Ya con la noche entrada, los bomberos y elementos de seguridad seguían trabajando entre los restos, sacando cadáveres. Yo solo recuerdo que llegué apestando a humo a la Redacción, que estaba convertida en un hervidero de gente: reporteros, fotógrafos, editores, todos dirigidos por la voz de mando de nuestro querido director, José Fuentes Mares.

Recuerdo a Jaime Pérez Mendoza, Verónica Torres, Aída Berliavsky, Eduardo Moreno Fernández de Castro, Jaime Álvarez, Verónica Fuentes Mares, Guillermo Rosales, entre los reporteros, así como a Carlos Carrillo, Juan de la Torre, Alfredo de la Torre, Jaime Aguirre, entre los fotógrafos.

Ya muy tarde, por la noche, cuando todos estábamos enfrascados en nuestras computadoras (Novedades fue el primer periódico en el estado que incluyó la computación en sus procesos), Fuentes Mares salía de su oficina, se daba paseos entre las máquinas y regresaba.

Al día siguiente que llegamos a reportear, había pegado en el vidrio de la Redacción un mensaje de Fuentes Mares dirigido a todo el equipo que intervinimos en la edición de ese día. Agradecía y elogiaba la labor desplegada por todos. A lo largo de los 40 años de mi trabajo como periodista, creo que fue la única ocasión en que vi a un director ponderar y estimular de esa manera la actividad de su equipo.

Han pasado 39 años del peor accidente aéreo ocurrido en la ciudad de Chihuahua y aún recuerdo vívidamente lo acontecido aquella tarde de lunes.

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