Por Hermann Bellinghausen
La edad de los premios literarios como los conocíamos toca a su fin. La crisis de legitimidad ética del Premio de Premios culmina un proceso de dilución del modelo, producto de su propio éxito, si bien la polémica recurrente sobre la pertinencia del Nobel acompaña a la Academia Sueca desde su primera vez, cuando optó, no por Tolstoi, que era el gallo de entonces, sino por un poeta de mármol hoy olvidado y nunca really hot. El galardón evolucionaría hasta convertirse en brújula universal, el más divulgado y jugoso de todos, muy conveniente para el autor, sus editores y traductores, y, por supuesto, los lectores. Como admite Alberto Chimal, aunque de rebote, sin proponérselo, por casualidad, el Premio logró durante un siglo entero difundir entre millones de personas la noción de que la literatura no es menos importante que las ciencias (en Seguro que este año no ganas el Nobel, Literal. Voces Latinoamericanas, 7 de mayo, 2018). Sí, no pocas veces reconoció y promovió la mejor literatura en existencia.
En un rasgo muy capitalista, su poder creció demasiado. No debemos ignorar que pertenece a la batería de reconocimientos que domina en las academias científicas de Occidente. Presa de un hieratismo monárquico, no en balde lo entregan reyes auténticos que a título de qué resultan árbitros, la distinción repercute en los centros de investigación, las universidades y las corporaciones. Su cabildeo, siempre secreto, suele ser feroz. La competencia entre médicos, biólogos, químicos o economistas condimenta los días y los journals en Europa y Estados Unidos. Añádase que un Nobel de Química o Medicina puede engordar la canasta de alguna trasnacional farmacéutica o tecnológica, o privilegiar a una camarilla sobre otra. Sólo los de Literatura y Paz son mundiales, abiertamente políticos y comerciales; surtieron municiones para la guerra fría, por ejemplo.
Ahora, el de literatura (¿con mayúscula?). En la era moderna, los mecenazgos cambiaron hasta cierto punto. Desde la antigüedad, artistas de diversas disciplinas dependían de protectores, patrones o fans en la realeza y las iglesias: los Augustos patrocinando a los Virgilios obedientes. Con la industrialización del XIX, las fortunas de la burguesía establecieron una nueva realeza, de tipo económico, que sucedió a los viejos mecenas. Alfred Nobel, el Bill Gates de su tiempo, dejó su fortuna en manos del rey y las academias de Suecia para el reparto de apoyos y reconocimientos.
La literatura, como postula Chimal, encontró un lugar (prestigio, poder) nuevo. Durante el siglo XX floreció un jurado que reconocía tendencias, estilos, escuelas y autorías que colocaba alimentándose de los cánones nacionales, o desafiándolos, para fijar una suerte de canon mundial con todo y su capítulo de No Premiados: que si Galdós, Conrad, Joyce, Broch, Borges, Fuentes, Handke (usted ponga el suyo) no lo recibieron. Los premiados en general han sido escritores realmente buenos. La elegibilidad y la fortuna no garantizan la inmortalidad de sus libros, aunque a ninguno le faltaran el bronce ni el oro, la adulación ni la envidia.
El Nobel creó un modelo. En México, sin ir más lejos, el nuevo mecenazgo acabó en política de Estado. Los varios Premios Nacionales los entrega el presidente. A partir de 1990, el gobierno estableció un generoso sistema de becas, medias becas y financiamiento a proyectos. Hoy proliferan premios municipales, estatales y nacionales genéricos, juveniles y seniles, así como de fundaciones privadas, creando una combinación de vasos comunicantes donde becas y ventas se alimentan de premios que se han vuelto requisito indispensable para cotizar. Nunca faltan quienes, con razón o resentidos, acusan de cuchareo, favoritismo o corrupción el otorgamiento de becas y premios. Bien decía Mauricio Brehm hacia 1970: desconfía de cualquier premio de más de 50 mil pesos. Hoy serían de 500 mil, y hasta menos. Esto sin negar que muchas obras, especialmente poéticas, sólo llegan a los programas escolares, las librerías, los medios de comunicación y los lectores gracias al reconocimiento institucional. No pocas veces dan de comer al autor, le pagan la renta, los vicios y los servicios, y qué bueno.
Los premios literarios contornean al establishment: promueven, divulgan, establecen. Hoy que vemos las barbas del Nobel cortar, los demás deberían poner las suyas a remojar. Aunque, al menos a escala doméstica, es poco probable que el rastrillo los alcance. Le funcionan muy bien al poder y a las élites culturales. Su reparto, a diferencia del agrario, no tiene límites.