Viejos carcamanes

Por Francisco Ortiz Pinchetti

— Les aseguro que estoy mejor pertrechado que un abarrotero de la vieja Merced. Me he preparado a conciencia para enfrentar la cuarentena obligada por la pandemia del coronavirus. Lo primero que hice fue disponer la mitad de una de las dos habitaciones de mi departamento, la que uso como estudio, para convertirla en despensa. Sigo la distribución del intendente Riaño en los almacenes de la Alhóndiga de Granaditas para acomodar las diferentes clases de víveres y de insumos, mediante inventarios que controlo a través de un programa de cómputo llamado Bin ERP. Órale.

Además de un par de toneles de vino tinto y otro de aceite de oliva extra virgen, en el área de alimentos no perecederos tengo una bien surtida latería nacional e importada, que incluye desde luego atunes, sardinas, calamares, mejillones, huitlacoche, champiñones, chiles jalapeños en rajas y enteros, jugos V8 y ensaladas de verduras. También tengo frascos de salsa verde y roja, pescado seco, chilorio, aceitunas con hueso, alcaparras, pimientos y chiles güeros, frijoles refritos y enteros, pastas para sopa, quesos Cotija y Parmesano, sal y pimienta, lentejas. Y algo así como 65 litros de agua embotellada Santa María.

Calculo que tengo avituallamiento para otras seis semanas, sin abusar.

En cuanto a material de limpieza guardo dos galones de cloro El chinito y otros dos de Fabuloso con aroma a primavera; un costal de jabón para ropa, una botella de tres litros de lavatrastos Salvo, jabón de tocador líquido y en pastillas, así como insumos tan indispensables tales como papel higiénico, toallas y pañuelos desechables, bolsas de basura, jergas, cepillos, trapos de sacudir y de cocina, dos escobas nuevas y un mechudo. Y por supuesto cuatro botellas grandes de gel antibacteriano al 70 por ciento, una caja con 200 tapabocas de tela desechables y otra con un ciento de pares de guantes de látex.

Por otro lado, establecí vías seguras con la tiendita de la esquina y con mis marchantes del mercado Tlacoquemécatl para suministro de alimentos perecederos, como verduras, frutas, huevos, carne de pollo, pescado, frutas secas y nueces, almendras, ajonjolí y cacahuates, ricos en Omega 3.

En cuanto a infraestructura tecnológica dispongo de dos equipos de cómputo y de servicios de telefonía celular y fija para mantener comunicación constante con mi compañera Rebeca, que se quedó varada en Guanajuato sin poder viajar; con mis hijos Laura Elena y Francisco (que por fortuna vive cerca y que tiene a su cargo toda la logística administrativa y laboral que requerimos ambos) y con mi nieta Lua.

He tomado providencias especiales, como la programación cuidadosa de mis salidas al parque de San Lorenzo para hacer ejercicio, generalmente al caer la tarde, con toda una estrategia para evitar cualquier contacto o siquiera cruzamiento con otra persona. He inventado inclusive una especie de juego de mesa, pero en grande, basado en las numerosas calzadas peatonales perpendiculares, paralelas y diagonales con que cuenta ese jardín espléndido. También inventé una especie de “trampa” de cloro, para desinfectar mis zapatos en la puerta al regresar, o para las de algún visitante inesperado.

Es obvio que a cierta edad uno empieza a valorar las cosas de diferente manera y a tomar opciones para procurar las mejores posibilidades de vida para los pocos o muchos años que le queden. Es así que desde hace algún tiempo me he aplicado —además de una rigurosa observancia de las instrucciones médicas que incluye la ingesta puntual de los medicamentos indicados— en una disciplina personal que evade riesgos y que incluye una alimentación adecuada, baja en grasas y azúcares, ejercicio físico permanente y actividades intelectuales y de entretenimiento.

No se imagina uno que de repente pueda llegar de China un virus asesino que trastoque todos esos planes y propósitos y nos someta a una prueba de estricta sobrevivencia, lo que incluye precisamente este encierro agobiante pero ineludible. Y hasta ahora soportable.

No basta eso, por supuesto. Es necesario hacer a un lado el pesimismo que de forma natural provocan las expectativas sobre el desarrollo atroz de la pandemia, superar la depresión consecuente y cobrar ánimo ante la adversidad. Les juro que por fortuna ha tenido arrestos para animarme y mirar con optimismo esta desgracia con la convicción de que saldremos adelante y pronto todo volverá a la normalidad. A esa actitud ayudan los constantes llamados a cuidar de manera prioritaria a nuestros adultos mayores, como yo. Sirve un buen apapacho.

Sin embargo, de repente nos sale el Consejo de Salubridad General (CSG) con la dichosa Guía Bioética de Asignación de Recursos de Medicina Crítica, que entre otras cosas dispone que en caso de una muy probable sobresaturación de los hospitales, los equipos y los servicios médicos para pacientes graves se debe dar prioridad a las personas que estén en etapas más tempranas de su vida, por sobre los adultos mayores. Además, el documento —del que por cierto se deslindó la UNAM— pone que los médicos deberán evaluar si las personas tienen enfermedades preexistentes, las cuales podrían reducir su calidad y tiempo de vida. Se trata, dice, de “salvar la mayor cantidad de vidas-por-completarse”.

Son chingaderas, pensé.

Ahora resulta que a pesar de los derechos humanos y los preceptos constitucionales de igualdad y contra la discriminación de todo tipo, como advierte certero mi querido Gerardo Galarza, nos ponen al final de la cola no obstante nuestros muy meritorios afanes de sobrevivencia. Claro, luego dijeron que era sólo un “borrador”, pero la intención está clara. Y ni modo de recurrir a la CNDH.

Nos tratan como carcamanes.

La gente de Chihuahua, mi segunda patria, tiene entre otros muchos valores el haber sido capaz de conservar en su lenguaje palabras bellas que en otros rumbos del país se han perdido. Tal es el caso de carcamán.

Recuerdo haberla escuchado alguna vez en labios de mi abuela materna, chihuahuense por supuesto, y varias veces de mi padre, hace ya mucho tiempo. Volví a topármela hace dos o tres años, cuando un grupo de periodistas, compas entrañables de aquel Verano Caliente de Chihuahua 86, la adaptó con buen humor como nombre para sus reuniones de cada viernes. Entre Los carcamanes están mi tocayo Francisco Ortiz Mendoza, Raúl Gómez Franco, Carlos Mario Alvarado, Dora Villalobos y Alejandro Salmón.

Estrictamente, el término es sinónimo de viejo, anciano; pero también hay una acepción un tanto despectiva con relación a los vehículos: carcamán es algo así como carcacha, chatarra. Aplica para el caso. Ante la emergencia nacional por la pandemia, nos tratan así: como chatarra, viejitos carcamanes. Ojetes ellos, por Dios. Válgame.

@fopinchetti

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