Por Hermann Bellinghausen
— Los pederastas, los violadores, los traficantes de personas y órganos, los sicarios y los padrotes también fueron niños. Si la sociedad mexicana ha generado la pestilencia y el horror que se nos han hecho cotidianos, es porque mira (con buenas o malas intenciones) hacia otro lado, no a los niños y las niñas. Si acaso existe una conspiración contra México (hay quienes gustan pensar en esos términos) es la que nos llevó a abandonar a la infancia, que de un tiempo para acá crece ayuna de amor e importancia. Los adultos, por lo demás, estamos muy ocupados en resolver diferencias partidarias, ideológicas, religiosas; en romper estigmas en clave de género; en dejar obra perdurable; en ganar dinero.
A los menores ya no se les educa, se les entretiene. Y como se han inventado fantásticos dispositivos de uso ultrafácil, la adicción al entretenimiento es más incontrolable aún que al azúcar. Millares de chiquillos nacen y crecen en algo peor que la pobreza: el vacío ético, el desplazamiento físico, la desestructuración en orfandad absoluta, o relativa por abandono irresponsable, o bien por la migración económica de padres, madres y hermanos mayores.
Un documental poco visto en México, Caminantes (2001), del estupendo cineasta español Fernando León de Aranoa, exhibe, sin proponérselo, la raíz del problema. El asunto de la película es otro, la Marcha del Color de la Tierra del Ejército Zapatista de Liberación Nacional. Sin embargo, el cineasta optó por un método inusual. En vez de acompañar la movilización indígena, la esperó en la comunidad purépecha de Nurío, donde se celebraría una gran asamblea nacional del Congreso Nacional Indígena a la llegada de la caravana que venía de Chiapas y de todo México. Allí se puso a platicar con la población y a documentar su vida cotidiana. Destaca el testimonio de una maestra de primaria, quien cuenta del gran problema de los niños solos (una epidemia en Michoacán desde entonces), cuyos padres y madres se marcharon al norte y mandaban dólares. El dinero no era el problema, o lo era en otro sentido: facilitaba el tonto consumismo. Si acaso crecieron con alguna hermana adolescente o abuelos de limitada disposición para educar y ejercer autoridad parental.
La profesora se expresaba alarmada, sobre todo porque pocos compartían su preocupación. He ahí el caldo de cultivo de lo que vivimos hoy, que no se puede simplificar como mero saldo del neoliberalismo. Somos nosotros. Esas condiciones no han cambiado. Caminantes muestra uno de los escenarios previos a la guerra contra el crimen
del presidente Felipe Calderón un sexenio después. ¿Cuántos de aquellos o parecidos niños serían reclutas de los Templarios y otros grupos delictivos y kitsch? ¿Cuántas de esas niñas fueron casadas a la fuerza y abandonadas por la pareja, prostituidas, muertas en Ciudad Juárez, Ecatepec, Tijuana, o lo serían pronto?
Es apenas un botón de muestra. Ampliemos el panorama a la descomposición epidémica que, con gran fluidez, hace 20 años recorre estados, ciudades, regiones, municipios, sumado al tradicional dúo padre ausente-madre trabajadora. Décadas en que los adultos no ven a los niños ni como carne de cañón, dejándolos entre el odio y el miedo, como botín del mercado canalla.
Fáciles de predar, permanecen expuestos a familiares, sacerdotes, pastores, entrenadores, vecinos y criminales de verdad en medio de una crisis escolar tremenda (siendo los 43 de Ayotzinapa el máximo símbolo de este desprecio). La corrupción, la avaricia electoral, las disputas gremiales y el cinismo del gran capital han jugado su parte. Y sí, tenemos algunas universidades y colegios de excelencia (hay burbujas, hay burbujas), pero el sistema educativo, formal e informal, está podrido. Infanticidios, feminicidios y, sí, homicidios, las esclavitudes, los abusos, los acosos, son perpetrados por niños que devinieron pésimos adultos.
¿Será que el remedio reside en campañas de moralización autoritaria, viejas cartillas reaccionarias, decálogos caprichosos, constituciones morales? ¿Hipócritas golpes de pecho de la derecha católica? ¿Movilizaciones juveniles tipo La Luz del Mundo, que igual respaldan a su patriarca pedófilo? ¿Campañas publicitarias de empresarios que ven la educación como negocio?
Vivimos un mundo peligroso y en peligro. México se ha vuelto un lugar letal para los humanos y la naturaleza. Resulta difícil resolver esto en el corto plazo, pero el futuro se construye hoy, lo venimos construyendo y mutilando desde anteayer. Los obvios antídotos para el patriarcado venenoso –educación, atención, bienestar emocional, libertad de imaginación, buena alimentación y todo el cariño posible para los niños y las niñas– deberían ser prioridad nacional. Y no lo son.