Por Hermann Bellinghausen
— Cuando el rey de un mundo fue a meterse a otro mundo en el extremo opuesto de la Tierra lo único que supo hacer fue la guerra. Así de pobre era su ingenio. No una guerra nueva, sino vieja, cansada, saturada de muertos a tal grado que ya nadie llevaba la cuenta, mucho menos la de las historias humanas detrás de ella. Además, las cifras seguían creciendo, y bastante distraían como para detenerse en los números previos, que eran responsabilidad de sus predecesores. Quedaban otros mundos en el mundo, ese rey no era el único, aunque soñaba con serlo y en ciertas mañanas de delirio aumentado (los monarcas de cualquier mundo tienden a padecer delirios que sus súbditos padecen aún más), creía ser rey de todo el mundo. El único y su propiedad. De ahí la necesidad constante (sí, necesidad) de hacer guerras. Como son los de su calaña, imaginaba que esta guerra nueva pondría fin a todas las guerras, sería la última antes de mil años de futura paz. Le gustaba alardear de que nunca se vio un rey mejor capacitado para la felicidad de su reino. Cada día más gente sagaz se carcajeaba de él, y como le resultara insoportable, decidió escarmentarlos y salvarse. Pero, ¿qué podía salvarlo de sí mismo?
Ese personaje de la desdicha humana tenía un ejército, un nombre, un palacio y un dios. Su ejército era el más grande en la historia del mundo (cuántas veces se ha dicho eso de las fuerzas armadas de sucesivos imperios). Su nombre en cambio era pequeño, pequeñísimo, como sus meñiques y su miembro, pero él lo escribía grandote, dorado, y compensó con grandes torres su complejo de inferioridad viril; también con frecuentes asedios a sus hetairas (para él todas lo eran) que le permitían sentirse hombre al mirarse al espejo y al autorretratarse, cosas que hacía constantemente. En cuanto a su palacio, no era el más grande, ni el más hermoso, pero él personalmente poseía más castillos y residencias que los demás reyes de su tiempo. Su dios, por supuesto, era el más verdadero y poderoso, Así son los dioses, y así lo creen los reyes siempre.
Bien mirado, su caso era francamente vulgar. Adoraba el dinero, pero lo debía todo el tiempo, por lo cual nadie ejercía mayor poder sobre él que sus acreedores. Y como otras ocasiones en la historia, hizo guerras para mover dinero y aplazar sus deudas. Compartía con sus más fieles súbditos una fascinación infantil por el oro, o en su defecto por el color dorado en todas las cosas. Como nunca vio una batalla y las conocía a través de las recreaciones artísticas del ingenio cortesano, estaba convencido de que tras ellas yacía el final de arcoíris, donde aguardan ollas de oro en monedas.
En sus ratos de ocio o insomnio jugaba a matar a sus vecinos; no de verdad, sólo piñatas en el patio de su palacio. Sus seguidores le aplaudían el jueguito, y lo imitaban con gente real, que también resulta enormemente divertido. En otro tiempo allí se jugó a eso con los aborígenes y los esclavos, era una tradición nacional, pero nunca antes un rey pensó que el juego no iba en serio. Se registran casos de puerilidad imperial parecidos, aunque no en su reino, que conoció de todo entre sus monarcas, mas no un infantilismo tan hipertrofiado.
Existían en su tiempo, como en todos los tiempos, otros reyes de otros mundos, unos grandes y otros pequeños, pero ninguno era tan estúpido. Un síntoma inequívoco de tal tontería era su convicción augusta de ser el más listo; que no lo dudara ni un segundo confirmaba el diagnóstico.
Sabía de Historia tanto como de griego clásico, es decir, ni papa. Creyó posible enviar su Armada Invencible a derrotar ese reino de un mundo que él sólo conocía por las tiras cómicas que le proporcionaban sus ministros guasones. Alistó su plaga de elefantes cual Aníbal en celo y se agarró el miembro escueto que su dios le diera en un raro arrebato de humor. Si en algo se parecían su dios y el del reino de ese otro mundo que apetecía es que carecían de sentido del humor, como ocurre con los dioses únicos y verdaderos. Por decir algo, los dioses helénicos y los mexicas fueron chocarreros, se divertían; igual de matones, claro, si no para qué se es dios.
Sólo que en ese tiempo, como bien supo la ciencia, el mundo no estaba para bollos. Los elefantes de su gran armada se dirigieron al cementerio de elefantes más antiguo de la Tierra. Lo cual no representaba ningún consuelo para un mundo ni para el otro, ni para los mundos y submundos de en medio. El rey de marras osó hozar en el fango negro de la Tierra, coronando así su ingente condición de Rey Midas invertido, al transformar en mierda lo que les quedaba de oro a los mundos de esa Tierra sin remedio.