John M. Ackerman
—La Cuarta Transformación no implica la continuidad o la consolidación de la pretendida transición democrática de antaño, sino la negación y la superación de este viejo concepto fallido. Fracasó el intento entre 1997 y 2018 de romper con el viejo sistema de privilegios, impunidad y simulación. Durante aquel periodo, la corrupción derrotó la institucionalidad, el neoliberalismo aniquiló la justicia y el poder aplastó la pluralidad.
El problema no fue una aplicación imperfecta de la teoría y la práctica de las transiciones democráticas, sino la conceptualización desde el inicio de la tarea que teníamos que emprender. La lógica de la transición se basaba en los pactos cupulares y reformas estrictamente institucionales, en alternancias estériles y meros cambios de etiqueta. Aun si se hubiera aplicado al pie de la letra, aquella praxis simplemente no contaba con suficiente fuerza para arrancar de raíz los males endémicos de la corrupción y el (neo)liberalismo.
Hoy con la Cuarta Transformación el objetivo es arrancar de raíz en lugar de sólo administrar los grandes problemas nacionales. Se busca un cambio profundo en las relaciones del Estado con la sociedad, el sector privado y el sistema político. Y existen claras señales de que este nuevo enfoque avanza con paso firme durante el primer año de gobierno de Andrés Manuel López Obrador.
Respecto de la sociedad, a pesar de las limitaciones relativas al crecimiento absoluto del producto interno bruto (PIB), ya se advierte una notable mejoría en la economía popular a partir del aumento generalizado de los apoyos para los más necesitados (jóvenes, mujeres, indígenas, campesinos, discapacitados, tercera edad). Una encuesta reciente revela que durante el primer año del gobierno actual 27.7 por ciento de los mexicanos perciben un aumento en su ingreso familiar (véase: https://bit.ly/2P2ZnFj). De la misma manera, las personas que expresan que su actual situación económica les alcanza sin grandes dificultades aumentó en 8 por ciento, a 51.2 por ciento. Estas cifras confirman que hoy está en marcha un auténtico proceso de redistribución económica en el país.
Pero quizás aún más importante es la forma de otorgar los apoyos. Hoy los financiamientos deben ir directamente al usuario final sin pasar por las manos de organizaciones intermediarias. De esta manera se ha roto de tajo y de manera radical con los sistemas de reparto clientelar del pasado. La airada protesta de Antorcha Campesina, organización estrechamente vinculada con el viejo régimen, durante la aprobación del presupuesto federal para 2020 constituye un claro botón de muestra de que las cosas ya empiezan a cambiar.
En relación con el sector privado, el fin de los moches y la corrupción en la asignación de los contratos gubernamentales ha implicado una profunda transformación. La confianza del sector empresarial y de los inversionistas internacionales en el desarrollo del país ya no se basa en la certeza de contar con el favor de sus amigos en el gobierno, sino en el conocimiento de que los contratos serán asignados y evaluados con base en las capacidades y el desempeño real de las empresas contratistas.
Es cierto que el porcentaje de asignaciones directas sigue demasiado alto, consecuencia de una ley confeccionada durante el régimen neoliberal que complica y alarga demasiado los tiempos para las licitaciones públicas. Sin embargo, la forma de adjudicar estas asignaciones se ha transformado de manera radical. Antes se utilizaba esta figura para repartir jugosos contratos entre los amigos. Hoy se realizan subastas previas para garantizar una plena competitividad entre proveedores y una drástica reducción de los costos, tal y como me lo explicó recientemente la oficial mayor de la Secretaría de Hacienda, Raquel Buenrostro, en nuestra entrevista en Tv UNAM (véase: https://bit.ly/2Ra2rSM).
Las desesperadas protestas de empresarios, políticos y líderes de la sociedad civil vinculados con el viejo régimen este 1º de diciembre reflejaron precisamente el malestar de aquellos representantes del sector privado frustrados porque ya no pueden jugar con las reglas corruptas del pasado.
Finalmente, también se ha transformado la relación entre el Estado y el sistema político. El Presidente de la República ya no dicta lo que ocurre en los otros poderes del Estado mexicano ni en el partido político en el gobierno. Los intensos debates recientes tanto en el seno del Congreso de la Unión como dentro del partido Morena demuestran que el primer mandatario ya no es el tlatoani de antes que tira línea o envía palomas mensajeras, sino sólo un primus inter pares propio de los momentos democráticos que hoy vive la nación.
Avanza la Cuarta Transformación y será difícil pararla, a pesar de los desesperados esfuerzos de los representantes del viejo régimen por recuperar sus antiguos privilegios y prebendas.