Por Javier Sicilia
—Para Sergio Aguayo, uno de los rostros de la dignidad
— Si algo sabemos de nuestra época es que la capacidad tecnológica que ha desarrollado la humanidad en su afán de dominar la vida en provecho suyo está a punto de destruirla. Después de Auschwitz e Hiroshima –que mostraron el alcance de los Estados para generar una industria de la muerte– se han agregado las amenazas del calentamiento global, el terrorismo internacional y el crimen organizado.
Sólo por hablar del cambio climático –en el que los expertos tienen datos más duros que sobre la emergencia de esos nuevos totalitarismos relacionados con el terrorismo y el crimen–, se nos ha dicho que de no tomarse medidas drásticas, el proceso del calentamiento global será irreversible en 30 años. Las consecuencias las sabemos: pérdida de ciudades costeras; sequías; hambre; liberación, a causa del derretimiento del hielo polar, de plagas ya controladas; descenso de las capacidades cognitivas por el aumento del dióxido de carbono; desplazamiento de más de 50 millones de personas de zonas que se volverán inhabitables; e incremento de la violencia.
La exponente más visible y clara de esta tragedia es Greta Thunberg: “No quiero tu esperanza –dijo este año en la Asamblea del Foro Económico contra la ilusión que los jefes de las naciones hacen pasar como esperanza– ni quiero que la tengas. Quiero que entres en pánico, que sientas el miedo que siento todos los días y luego quiero que actúes como si tu casa estuviera en llamas”. A sus 16 años esta muchacha esta diciendo lo que el filósofo Günther Anders escribió en 1982 anunciando la tragedia de las sociedades tecnológicas que 37 años antes vio nacer con Auschwitz e Hiroshima: “La paciencia no debe contar para nosotros como virtud (…) Por el contrario, porque el desastre es tan monstruosamente grande (…) debemos promover la impaciencia como virtud; incluso como una de las virtudes más indispensables”.
Pese a ese saber, pese a que la jovencita Thunberg nos conmueve hasta volverla parte del show mediático, en el fondo no le creemos. Pensamos que las cosas que moralmente parecen imposibles no pueden existir, y digo moralmente porque el cambio climático es responsabilidad de nuestras invenciones tecnológicas y de los hábitos que nos crean. Para muestra de esa irresponsabilidad hay que mirar las cumbres donde los jefes de las naciones y los expertos se reúnen a buscar una solución a la catástrofe después de trasladarse en aparatos –aviones y automóviles– que en su producción de CO2 la generan.
En México, el apoteótico cambio de la 4T se anuncia con la construcción de un aeropuerto, una refinería y megaproyectos de alto impacto ambiental. Nosotros mismos en nuestra cotidianidad no dejamos de fabricar y consumir productos industriales que generan altas dosis de CO2. Todos los día subimos en transportes motorizados y al mismo tiempo que exigimos políticas públicas que eviten el calentamiento global, nos indignamos porque sube el precio de la gasolina.
La razón de esta contradicción, de esta increencia en lo que sabemos; la razón de lo que Jean-Pierre Dupuy llama “la invisibilidad del mal” y Anders “la ceguera ante el apocalipsis”, es la desproporción que hay entre nuestra capacidad de producir y consumir y nuestra incapacidad para representarnos los efectos de ello. “Los objetos que estamos habituados a producir con ayuda de una técnica ya imposible de detener –escribe Anders en su carta al hijo de Adolf Eichmann– y los efectos que somos capaces de desencadenar son tan gigantescos y aplastantes que no podemos identificarlos como nuestros ni concebirlos (…) Entre nuestra capacidad de fabricación y nuestra capacidad de representación se abrió una fosa que día con día se hace más grande”: la incapacidad que durante su juicio Eichmann tenía (es el ejemplo que Anders utiliza para ilustrar esta realidad) de relacionar su trabajo de transportar judíos con el exterminio de los campos de la muerte es de la misma índole que la incapacidad que tenemos de relacionar el acto banal de encender nuestro automóvil o subirnos a un avión con la brutalidad en costos ecológicos y humanos del cambio climático.
Como sucede cuando nos hablan de las espeluznantes cifras de asesinados y desaparecidos que hay en México, “lo ‘demasiado grande’ nos deja fríos (…) No existe ser humano capaz de representarse (en la cotidianidad de su vida) una cosa de tan espantoso tamaño como la destrucción de miles o millones de personas” y en consecuencia no le damos la importancia ni la enfrentamos con la radicalidad con la que deberíamos hacerlo y que Thunberg exige. En nombre de nuestros absurdos hábitos de consumo y de los equilibrios del mercado y de la política, preferimos arrasar con la vida tal y como todavía la conocemos que darle credibilidad a lo que sabemos.
Contra la verdad que Anders y ahora la jovencita Thunberg develan se levanta la inmensa desproporción entre la banalidad de nuestros actos y sus catastróficas consecuencias que la sociedad tecnológica creó, se levanta la invisibilidad del mal en la que estamos atrapados y frente a la cual sólo queda la resistencia.
No sé si Thunberg y quienes como ella resisten lograrán detener la catástrofe. Lo que sí sé es que gracias a seres como ella podrá retrasarse.
Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, detener la guerra, liberar a todos los presos políticos, hacer justicia a las víctimas de la violencia, juzgar a gobernadores y funcionarios criminales, esclarecer el asesinato de Samir Flores, detener los megaproyectos y devolverle la gobernabilidad a Morelos.