VIOLENCIA SISTEMÁTICA Y CONFLICTOS SOCIO-AMBIENTALES EN LA SIERRA TARAHUMARA
Por Juan Jaime Loera González y Jesús Hernpandez Olivas /Ojarasca
La sierra Tarahumara, al suroeste del estado de Chihuahua, es escenario de resistencias y movimientos activos de comunidades, en su mayoría indígenas organizadas contra proyectos desarrollistas, que enarbolan un amplio abanico de expresiones políticas ambientalistas. Chihuahua posee una de las superficies forestales más importantes del país: 16.5 millones de hectáreas, de las cuales 7.6 millones son bosques de coníferas y selva baja caducifolia que se concentran en las montañas, barrancos y valles que dan forma a la sierra Tarahumara. Estos bosques captan buena parte del agua que se dispersa por la zona semidesértica y nutre zonas agrícolas de Sinaloa. La Tarahumara es una región de gran diversidad cultural al ser territorio de los pueblos rarámuri (o tarahumara), ódame (o tepehuano), oóba (o pima) y warijo (o guarijío), además de una diversidad biológica significativa.
Al igual que otros territorios indígenas, la Tarahumara ha experimentado un incremento en las últimas décadas en extracción y explotación de recursos energéticos, forestales, mineros y acuíferos. Esta situación ha generado conflictos socio- ambientales siguiendo la pauta de la realidad a nivel nacional. Desde 2016 se documentan en el país 420 conflictos socio-ambientales. La mayoría afectan población y territorios indígenas, con fuerte presencia en Chihuahua y Oaxaca (Toledo 2015). De igual manera, EJOLT Project ubica a México en el décimo tercer lugar del atlas mundial en cantidad de conflictos ambientales. En la misma tendencia, la CEPAL indica que en América Latina entre 2010 y 2013 hubo más de 200 conflictos en territorios indígenas ligados a actividades de generación de energía, explotación de hidrocarburos y minería, y otros más se encuentran en confrontación latente. Cálculos conservadores de la Secretaría del Medio Ambiente y Recursos Naturales (Semarnat) reconocen que la deforestación avanza a un ritmo de entre 316 mil y 800 mil hectáreas anuales, la erosión afecta 45 por ciento del territorio nacional, casi 2 millones 600 mil especies de plantas y animales están en peligro de extinción y 100 acuíferos se encuentran sobreexplotados.
La región Tarahumara es de las zonas del país que presenta mayor daño en su cobertura arbórea. De 2001 a 2017 perdió 19 mil 100 hectáreas, según Global Forest Watch. Guadalupe y Calvo es uno de los municipios con más pérdida de árboles: de 2001 a 2017, por lo menos, 3 mil 014 hectáreas registraron esta situación.
Un dato crucial para entender la magnitud de la extracción de recursos maderables es el volumen de metros cúbicos autorizados por la Semarnat en la Sierra Tarahumara, que entre 2014 y 2016 llegó a 6 millones 446 mil 694 metros cúbicos. Los aserraderos autorizados y las denuncias de tala ilegal son constantes.
A pesar de esta degradación, las políticas públicas del gobierno pasado, a través del Programa Nacional Forestal 2014-2018, se proponían “incrementar la producción forestal maderable de 5.9 millones de metros cúbicos a 11 millones en 2018”, sin un plan viable para poner en el centro de todo la sustentabilidad de los sistemas de producción campesinos, verdaderos dueños de los bosques y quienes mejor los han manejado. Al interior de los poderes públicos no hay contrapesos a los verdaderos causantes de la deforestación: agroindustria, ganadería, tala ilegal o narcotala, grandes megaproyectos y otras causas de cambio de uso del suelo.
Narcotráfico, factor transversal
Dentro de los factores que agravan la violencia estructural en la Tarahumara están el cultivo y transporte de amapola y mariguana. La actividad no es nueva para la región, pues ya desde la década de los setenta y ochenta el “triángulo dorado” entre Sinaloa, Durango y Chihuahua era conocido internacionalmente por la producción de enervantes. El narcotráfico ha cambiado dramáticamente las relaciones sociales, configuraciones de movilidad y patrones de producción en la región. Se ha extendido la narcosiembra, y los grupos que buscan el control de la amapola también han despojado a las comunidades de su territorio y recursos. En 1996 se tenían identificados cinco municipios de la sierra donde se sembraba droga; actualmente son 20 (Diagnóstico y Propuestas sobre la violencia en la Sierra Tarahumara, Consultoría Técnica Comunitaria, 2018). Además de una creciente diversificación geográfica, se desarrolla la diversificación de actividades del crimen organizado. Los habitantes señalan un mayor control en la venta de madera, alimentos, bebidas alcohólicas y productos piratas. La violencia practicada por los grupos armados muestra mayor grado de sadismo y crueldad. Familias enteras, indígenas y mestizas, abandonan rancherías y comunidades hacia centros urbanos en busca de mejores condiciones de vida.
Agresión y persecución ambiental
Degradación ambiental y presencia del narcotráfico traen de la mano violencia contra comunidades e individuos afectados por las grandes inversiones turísticas, maderería, construcción de aeropuertos, la contaminación de ríos y arroyos con desechos de hoteles y minas, las actividades del crimen organizado, el crecimiento urbano y recientemente la construcción de gasoducto El Encino-Topolobampo a lo largo de la sierra. Las luchas emanadas a raíz de intervenciones desarrollistas en territorio indígena traen consigo denuncias y movilizaciones que desafían las relaciones de poder local y federal, alcanzando incluso a las corporaciones transnacionales. Existen casos paradigmáticos de luchas colectivas bajo amenaza, con muertes, desplazamiento de familias y trastornos sociales y culturales. El caso más visibilizado por la prensa fue el asesinato del defensor rarámuri Julián Carrillo Martínez el 24 de octubre de 2018. Carrillo dedicó los últimos años de su vida a denunciar el despojo del territorio que han sufrido históricamente los habitantes de su comunidad Coloradas de la Virgen, municipio de Guadalupe y Calvo, dentro del “triángulo dorado”. El asesinato de Julián no es aislado ni consecuencia colateral de la delincuencia. Forma parte de procesos históricos de violencias sistemáticas y estructurales que propician un clima de impunidad para los perpetradores de crímenes contra defensores del territorio y el medio ambiente. Otros crímenes lo anteceden: en 2016, su hijo Víctor y otros seis integrantes de la comunidad fueron asesinados; en julio de 2018, su yerno; finalmente él, después de refugiarse varios días en el monte. Todos los crímenes fueron similares: las víctimas estaban en situación de indefensión y vulnerabilidad tras denunciar irregularidades, despojo sobre el territorio o amenazas. Sin embargo, responsabilizar completamente de los asesinatos al crimen organizado impide vincular responsabilidades políticas profundas. La ausencia de las autoridades en cada uno de los casos evidencia que el Estado ha omitido acciones para prevenir y evitar los asesinatos contra los defensores indígenas. Su inacción está presente en todos los casos de agresiones, lo cual representa una violencia sistemática por omisión de sus responsabilidades. Julián Carrillo contaba con medidas de protección por parte del Mecanismo de Protección para Defensores de Derechos Humanos y Periodistas, adscrito a la Secretaría de Gobernación. Esas medidas fueron implementadas en 2014, destinadas a proteger a Julián y otros líderes rarámuri, así como a sus familiares, quienes, no debe pasarse por alto, viven desplazados del municipio de Guadalupe y Calvo. En tanto, los abogados que han acompañado a las comunidades de Choréachi y Coloradas de la Virgen viven con medidas de protección permanentes. Durante décadas en Chihuahua, estas violencias han normalizado las agresiones contra defensores indígenas, que pueden repetirse porque permanecen impunes, lo cual facilita el despojo y la ocupación de territorios. Como apunta Devalle (2000; 17), “donde la violencia se desarrolla, ésta adquiere para las clases dominantes el peso de un ‘valor’, es decir, de condición normal de la vida, necesaria para mantener el orden existente, legitimada como ‘el derecho’ de los que tienen el poder”. Quienes detentan el poder en la sierra de Chihuahua son los caciques que han tenido la propiedad de la tierra favorecidos por las reformas del Estado, así como los grupos del crimen organizado que se instalaron desde la década de 1970 como autoridades de facto en los municipios de la sierra Tarahumara. El caso de Julián es sólo el más reciente, visibilizado por Amnistía Internacional. Sin embargo, la lista de asesinatos y amenazas a defensores rarámuri es larga y dolorosa: Juan Ontiveros Ramos, asesinado el 31 de enero de 2017 en Choréachi; Isidro Baldenegro, asesinado el 15 de enero de 2017 en Coloradas de la Virgen; Jaime Zubía Ceballos y Socorro Ayala, asesinados en 2013 en Choréachi, entre otros. Las organizaciones que acompañan luchas comunitarias también sufren amenazas. La Asociación Civil Bowerasa recibió las primeras amenazas de muerte en 2009, después de su exitosa defensa jurídica del municipio de Carichí contra caciques ganaderos. Un año después fue ultimado el defensor Ernesto Rábago, pareja de la directora, quien a su vez fue víctima de un atentado fallido, y en otra ocasión su hija. En el ejido Benito Juárez, municipio Buenaventura, integrantes de El Barzón habían denunciado la extracción inmoderada e ilegal de agua de la cuenca del río del Carmen por parte de agricultores influyentes y la minera El Cascabel, subsidiaria de la canadiense Mag Silver. Ismael Solorio y su hijo fueron golpeados por empleados de la minera, la cual junto al gobierno estatal emprendió una campaña mediática contra la organización. En octubre de 2012, Ismael Solorio y su esposa Manuela Solís fueron amenazados de muerte y ese mismo mes fueron asesinados por sicarios. La asamblea ejidal resolvió expulsar a la minera y prohibir toda actividad de ese tipo en su territorio. Tres años después el asesinato sigue impune, y recientemente en el municipio de Villa Ahumada fue ejecutado otro defensor de El Barzón por causas relacionadas (Almanza 2016).
La estigmatización como violencia
Son varios los mecanismos del Estado para estigmatizar, amenazar y reprimir defensores de derechos territoriales y ambientales en la Sierra Tarahumara (Almanza 2016). Una primera reacción de los inversionistas públicos y privados de proyectos que afectan a las comunidades es eclipsar a la población propietaria y/o poseedora de las tierras. En segundo lugar, cuando la movilización hace visibles las demandas comunitarias, la intervención se proyecta como única opción viable para desarrollar la economía local. Y cuando los sujetos alcanzan victorias legales, se dan condiciones para ataques físicos contra activistas locales, asesores y acompañantes de la sociedad civil.
Dos casos ejemplifican luchas comunitarias que alcanzan victorias legales y que posteriormente se convierten en conflictos que estigmatizan a los opositores al Proyecto Turístico Barrancas del Cobre y el gasoducto El Encino-Topolobampo. El proyecto turístico inició en 2008 con la construcción de un teleférico y tirolesas en el Cañón del Cobre (Almanza y Guerrero 2014). Dos particulares ostentaban la propiedad legal de tierras en sitios de los que se habían apropiado en décadas anteriores, a pesar de la ocupación ancestral de comunidades rarámuri. Al inicio de las obras, los particulares de la familia Sandoval y Elías Madero buscaban el desplazamiento de familias de Witosachi y Mogotavo, sin lograrlo, pues las comunidades interpusieron amparos judiciales. La primera ya obtuvo un fallo favorable a la certificación de su propiedad, y la segunda espera la sentencia.
A orillas de la ciudad de Creel, la comunidad rarámuri de Repechique se amparó exitosamente contra el aeropuerto internacional, cuya construcción se emprendió sin el consentimiento libre, previo e informado. En este contexto, se anunció el paso del gasoducto El Encino-Topolobampo por los municipios serranos de Carichí, Bocoyna y Guazaparez, afectando comunidades indígenas y ejidos como Bahuchivo, Cuiteco y San Luis de Majimachi. La mayoría de estos otorgaron su consentimiento bajo procedimientos apresurados, faltando a los protocolos establecidos. Repechique, la misma comunidad indígena que logró el amparo contra el aeropuerto, junto con la comunidad indígena de San Luis de Majimachi, y asociaciones civiles lo buscan ahora contra el gasoducto.
Ante los triunfos de algunas comunidades contra los megaproyectos, el hostigamiento tomó diversas formas. Por una parte se iniciaron auditorías irregulares ordenadas por el Estado contra la Consultoría Técnica Comunitaria (CONTEC), y se presentaron amenazas de muerte a miembros de la comunidad. También se hizo evidente una estigmatización en medios de los defensores de derechos humanos, como el director de Tierra Nativa y especialmente el jesuita Javier Ávila, cabeza de la Comisión de Solidaridad y Defensa de los Derechos Humanos en la región serrana.
El futuro frágil
Los escenarios posibles para la región son inciertos. Se han logrado sentencias legales exitosas del territorio que ofrecen una luz de optimismo para resolver las demandas de las comunidades. Pero dichas victorias no representan el final de un conflicto, implican potencialmente represalias y mayor violencia.
Hay una resolución sin precedentes digna de recordar. Tras más de 20 años de lucha jurídica, el Tribunal Superior Agrario reconoció plenamente sus derechos territoriales a la comunidad rarámuri de Choréachi (Guadalupe y Calvo). El conflicto se remontaba a la sobreposición gubernamental de linderos con la comunidad mestiza Colorada de los Chávez, pretendiendo que Choréachi estaba dentro de su territorio e intentando despojarlo.
La sentencia revoca una anterior del Tribunal Unitario Agrario de Distrito en Chihuahua contra la comunidad. Ahora se les reconoce y respeta el ejercicio de su autonomía y libre determinación, otorgándoles la calidad de propietarios, que han demostrado inmemorial. Choréachi tiene derecho a su territorio (32 mil 832 hectáreas) al ser preexistente al ejido Pino Gordo y las comunidades agrarias Coloradas de los Chávez y Tuaripa. La lucha y la victoria judicial se conciben por la comunidad como la aceptación de su responsabilidad de preservar la esencia rarámuri y recordar a los defensores que perdieron la vida (Milla, 2018). La sentencia sienta precedente y abre la puerta a otras comunidades indígenas. Sin embargo, ante posibles represalias por la resolución, se pidió a la Fiscalía General del Estado y la Dirección de Derechos Humanos, de Gobernación, protección para los habitantes de la comunidad y los integrantes de Alianza Sierra Madre.
Referencias
Susana B.C. Devalle,“Violencia: estigma de nuestro siglo”. En Poder y cultura de la violencia, compilado por Susana B.C. Devalle, 15-31. México: El Colegio de México, 2000.
Horacio Almanza, “Criminalidad Ambiental de Estado en los territorios indígenas del norte de México” En Ecopolíticas Globales, Medio Ambiente, Bienestar y Poder, editado por Piergiorgio Di Giminiani, Ángel Aedo, Juan Loera González, 193-230. Santiago de Chile: Hueders, 2016.
Horacio Almanza, y Rafael Guerrero. Paradojas del turismo: entre la transformación y el despojo. Los casos de Mogotavo y Wetosachi, Chihuahua, México. Revista de Análisis Turístico, 18(1): 45-56, 2014.
Francisco Milla, “Tras 21 años de litigios, reconoce Tribunal Superior Agrario derechos territoriales a comunidad rarámuri de Choréachi tras demostrar su propiedad inmemorial”. Diario El Puntero, 23 de octubre de 2018: http://elpuntero.com. mx/n/86569
Víctor Toledo, Ecocidio en México. México: Grijalbo, 2015.
__________
Juan Jaime Loera González pertenece a la cátedra CONACYT/INAH EAHNM, y Jesús Hernández Olivas al Programa de Maestría en Antropología Social EAHNM.