Zapata goza de cabal salud

Por Hermann Bellinghausen

El Museo Nacional de la Estampa (Munae) nos demuestra que, por más que lo asesinen un Guajardo tras otro, Emiliano Zapata no muere en el imaginario colectivo ni en la figuración plástica ni (lo más notable) en los motivos de lucha de los pueblos de México. Los mitos en torno al general siguen vigentes, las preguntas académicas se renuevan, los hallazgos historiográficos aumentan y el significado político de su subversiva gesta quema todavía 100 años después de su asesinato.

Parafraseando con cierta perversidad a Ramón López Velarde, es válido afirmar que Zapata es el único héroe a la altura del arte. La muestra Zapata vivo a través de la plástica contemporánea, curada con entusiasta intimidad por Yunuén Sariego, ofrece una nueva comprobación de su vigencia iconográfica. Más en la frecuencia del Che Guevara que de Frida Kahlo, su rostro y los mitos que encierra tienen validez universal y representan una cara admirable de México en el mundo. Sigue alimentando luchas pacíficas y revueltas armadas. Aquí ninguna guerrilla auténtica lo ha ignorado. Los jaramillistas, el Ejército de los Pobres, la revuelta del Güero Medrano en Morelos y por supuesto el Ejército Zapatista de Liberación Nacional de Chiapas, son hijos y nietos de Zapata.

Desde el principio figura en la plástica, habita muros y lienzos de los grandes muralistas, recorre la médula de la Escuela Mexicana de Pintura, respira en la esencia del Taller de la Gráfica Popular, y ni siquiera la reactiva Ruptura, enemiga de los monotes, se quedó sin sus Zapatas gracias a Arnold Belkin y Alberto Gironella. Ilustradores, grafiteros y muralistas callejeros lo han hecho punk, trans, lumpen, guerrero azteca. El rock lo cita con fervor. Los historiadores nomás no pueden abandonarlo. Basta recorrer los pasillos de la estación Zapata del Metro para sumergirnos en la tradición monera de José Guadalupe Posada a la fecha, con Naranjo y Rius al centro. Los caricaturistas mexicanos, salvo excepciones, suelen ser de izquierda, y quién que es no es zapatista.

La muy experimental muestra del Munae incluye a Rolando de la Rosa, Arnulfo Aquino y Demián Flores, así como a jóvenes de los colectivos Guindah, Hoja Santa, La Buena Estrella, Lapiztola, Asaro, GranOM, Stencil México, Jaguar Print, María Pistola y el taller de grabado láser de la UNAM, además de creadores recientes, como Pablo Cotama, Brenda Castillo, Alejandra España, Nuria Montiel, Triana Parera, María Canfield y Mariana Ochoa. Sí, muchas mujeres.

Traer a cuento al joven abuelo de la poesía mexicana (Octavio Paz dixit) sabe a revancha. López Velarde detestaba al zapatismo. En 1912 pidió reiteradamente al gobierno maderista estrangular en un puño de hierro la hidra del zapatismo que hasta hoy ha burlado la eficacia del Ejército. Lo que son los ecos, en 1994 Paz apremió en el mismo sentido al gobierno del PRI (si bien rectificó pronto, a diferencia del vate de Jerez que se instaló en su íntima tristeza reaccionaria). A menos que uno sea del Yunque, los términos lopezvelardianos hoy dan risa: la fiera, su tipo selvático y sus hazañas delictuosas se destacan, como un borrón sangriento, sobre la caricatura permanente de nuestros miserables sainetes políticos.

López Velarde, asqueado del populacho, que es zapatista, considera que el Atila, volador de trenes, es popular porque representa el pillaje para saciar el hambre. Perteneció a la derecha maderista, la cual no deja de rebotar en los días presentes, con un alto empresario de Estado inspirado por su tío abuelo Madero y un presidente que en la primavera de su popularidad no pudo celebrar en Chinameca el centenario de don Emiliano porque el pueblo (¿no tan bueno?) lo impidió con protestas contra la termoeléctrica y los gasoductos en Morelos, Puebla y Tlaxcala construidos por el gobierno anterior y avalados por el actual. El lopezobradorismo, que designó 2019 como su año, aprendió que Zapata, incompatible con sus apetitos neomaderistas, aún indigesta al poder.

Tampoco es ocioso mencionar a Paz, quien, siendo de la generación siguiente de la revolucionaria, topó con Zapata en la conflictiva figura de su padre, Octavio Paz Solórzano, abogado zapatista y autor de una intensa biografía del general en jefe del Ejército Libertador del Sur que al poeta no le gusta. Obligado en 1986 a prologar el libro paterno, sufre hasta para pronunciar el nombre de su progenitor (¡Freud, auxilio!), califica la narración de prolija y deshilvanada y describe a Zapata como el desconfiado campesino del sur, revolucionario y tradicionalista, poseído por una sola idea, fija y devorante: la vuelta a la mítica edad de oro del comienzo, la comunidad original de los labriegos y los artesanos libres, la aldea anterior a la historia.

El siglo priísta maniobró, fingió, cooptó, celebró como pudo al libertador del sur. El salinismo, atrapado en esa misma obsesión inmanejable, desmanteló el agrarismo reivindicador en pro de la globalización trasnacional del campo. Los gobiernos panistas intentaron minimizar al héroe. Pero como queda dicho, y la exposición nos lo actualiza, Zapata vive y muerde.

En memoria de Francisco Pineda, guardián de la mejor de nuestras historias.

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