Por Hermann Bellinghausen
Hola, la mujer más valiente de todas. Ahora te toca a ti aparecer inflexible y suave, buena y mala, orgullosa y humilde, llena de mañas. Así saluda el corifeo a Lisístrata en la pieza de Aristófanes (411 aC), aquel alegato contra la guerra aún hoy excepcional. En términos de violencia, las mujeres nunca han merecido opinar. Acatan, esperan, sufren y finalmente pagan las desgracias causadas por los varones. De Troya en el nebuloso siglo XII aC hasta Berlín en 1945 y las guerras de hoy, las de Boko Haram, Siria o Yemen, es una regla inapelable. Pero después de Aristófanes no pareció haber nada nuevo, y la reivindicación femenina, naturalmente antibélica, quedó a merced de las paráfrasis, como esa operilla de Schubert, La guerra doméstica. ¡Nada nuevo en 2 mil 500 años! El peso histórico del patriarcado es absoluto, brutal. Y la sola arma del sexo débil ante la violencia es el sexo mismo: concederlo, negarlo, administrarlo, lo demás es sufrir la condición de botín, mercancía u objeto de crueldad gratuita.
Resulta increíble la escasez cultural de alegatos femeninos, no digamos épicos (género que no va con la feminidad) sobre la fuerza violenta. En el contexto de la Segunda Guerra Mundial, dos pensadoras judías, sin pretenderse feministas, ofrecieron sendas lecturas de la Ilíada que de hecho revolucionaban siglos de interpretaciones, exégesis y disecciones canónicas del canto homérico. El gran poema de guerra, destino y destrucción se enfrentaba al fin con la inteligencia de las mujeres.
Simone Weil en el umbral de la agresión fascista, y Rachel Bespaloff al fragor de ella, asediaron la Ilíada con armas nuevas. Sin explícitarlo, Sobre la Ilíada (1942) de Bespaloff responde a El poema de la fuerza(1939) de Weil, y lo complementa (ambos serían traducidos al inglés por Mary McCarthy casi inmediatamente). Weil sólo considera a las mujeres en el contingente de las víctimas, su prioridad es la demolición implacable, casi homérica, de los héroes, mientras Bespaloff sí se interesa en las mujeres de Ilión y sus tremendos destinos.
La originalidad de Weil es absoluta para su tiempo. Reseña e interpreta las debilidades y miedos de todos los valientes guerreros como nadie antes ¿con un toque de mujer? Centralmente reflexiona sobre la violencia, su inevitabilidad demasiado humana y por ende inhumana. La violencia oblitera a quien la toca. Subraya la absoluta indiferencia del fuerte ante el débil sobre el cual siente tener todos los derechos, incluso de violar, destruir, humillar. No obstante, Weil encuentra que el fuerte también se acobarda, en la Ilíada nadie escapa del dolor y todos pierden. No oculta su admiración por Homero, el más imparcial de los testigos, más sobrio que los dioses, nunca embellece la guerra. Ni griegos, ni troyanos, ni troyanas le merecen simpatía o su contrario. Son las personas que hay, y su destino es ese. Apenas Aquiles parece distinto en sus motivaciones, aunque su ira domine el libro entero. Él encarna la guerra, aunque Homero lo considera otro más que llorará y morirá.
“El verdadero héroe, el verdadero asunto de la Ilíada es la fuerza”, dice Weil. Ésta esclaviza al hombre, lo hunde. El espíritu humano actúa y se modifica por la fuerza, que lo ciega y somete. “Llevada a su límite, vuelve al hombre una ‘cosa’. Literalmente: lo hace cadáver. Alguien estaba aquí, y de pronto ya no”. El espectáculo de la muerte violenta recorre la Ilíada sin descanso.
Un esclavo no tiene derecho a llorar sus penas, sólo las de su esclavizador, así que aprovecha los funerales de los amos para llorar su desgracia personal. Inexorablemente, las troyanas sufrirán, serán violadas o morirán a manos de los vencedores. Su dolor es irrelevante. Esa regla no ha cambiado. La convicción de Weil es que nunca lo hará. La alternativa sería erradicar la violencia. Su ensayo fue visto como un manifiesto pacifista, aunque ella estaba convencida de que la única manera de vencer al fascismo era destruirlo. La resistencia sería violenta, o nada.
Admite que la única forma de salir de la violencia es tenerla por inconcebible. Imposibilitarla. Algo que nunca sucede, nadie hace nada para ponerle fin. Los que se entregan a la violencia no pueden detenerse. No son racionales, ni justos, ni moderados. El filósofo húngaro Gyorgy Konrad postularía que matar siempre es asesinar. Según Weil, que se reinventó católica, sólo quien controla y doma la violencia puede acceder al amor y la justicia. Pero nunca poniendo la otra mejilla.