Bellinghausen: Novela mata película. ¿Película mata novela?

Por Hermann Bellinghausen

Comencemos con don Pedro Grullo: ninguna obra literaria importante es superada por su versión fílmica. Puede ésta resultar una obra de arte por su cuenta, pero ni literal ni parafrástica supera al buen libro. Lo podemos decir de las formidables adaptaciones de Luis Buñuel a historias de Pérez Galdós, el Shakespeare de Akira Kurosawa, el Franz Kafka (y Shakespeare) de Orson Wells. Ahora bien, el bardo inglés califica en el rubro teatro. Los filmes basados en dramaturgia pisan terreno común. En la peor, será teatro filmado. Con suerte, cintas magistrales, como las mencionadas. Igual aplica para las comedias de Neil Simon, las encarnaciones de Marlon Brando para personajes de Tennesse Williams o las esmeradas versiones shakesperianas de Kenneth Branagh.

Cine y literatura se han hermanado desde los albores del arte fílmico. Siendo Drácula de Bram Stoker un relato entretenido y eficaz, sale ganando con Murnau, Herzog y hasta Coppola. El Padrino me ahorró leer a Mario Puzo, aunque sus libros parecen valer la pena. Los ejemplos son inagotables: Hawks, Losey, El Indio Fernández. Cuántas veces John Huston adaptó con gracia novelas y cuentos, pero ni siquiera en su crepuscular Los muertos, tan seria, logra la fuerza del relato joyceano.

Hay infilmables, como Don Quijote En busca del tiempo perdido, que no obstante obsesionaron a cineastas probados como Wells, Grigori Kózintzev y Terry Gillian, y Volker Schlöndorff, respectivamente. Diríase que el cine es hijo del teatro y bastardo de la narrativa. Si bien no existe cinematografía vigorosa que no abreve en la literatura, Andrei Tarkovski aseguraba, con razón, que un guion pierde su valor al ser filmado y merece ir a la papelera.

En México tenemos cierta fijación con Santa, de Federico Gamboa, y Pedro Páramo, de Juan Rulfo. En el primer caso, la novela es limitada y sus significación cinematográfica reviste interés costumbrista. En cambio, la novela de Rulfo sigue ganando lustre cultural y la nueva versión de Rodrigo Prieto para Netflix está dando mucho de qué hablar. Destaca la cantidad de comentarios y reseñas de profesionales de la literatura que, entre reparos y precisiones, se han sentido obligados a opinar; en general la aprueban, a sabiendas de que ninguna versión fílmica captura el clima de la novela, pues resulta imposible ver en pantalla sus murmullos y ambigüedades, lo fantástico y poético que respira en el relato canónico de la literatura nacional.

¿Sirve para spaguetti western? ¿Para drama ranchero en clave jalisciense y habla tapatía? El mayor reparo al nuevo y virtuoso Pedro Páramo es que vuelve obvio lo misterioso y recurre al spoiler para mejor digestión de la audiencia. El creciente feeling hollywoodense para la Muerte Mexicana proyectará la versión de Prieto. Una cierta dosis telenovelera la aporta el protagonista (un miscast flagrante; como alguien dijo, Pedro Páramo no es el Chente).

Tenemos en puerta Cien años de soledad, con sus millones de dólares en producción y lo que ustedes quieran. Se anuncia deslumbrante. ¿Cabe esperar allí la magia de Gabriel García Márquez (tan cinero él) en ese libro de prosa barroca y escenarios delirantes? Bien sabemos que la fortuna cinematográfica de Gabo ha desmerecido ante los relatos originales; ni siquiera Ruy Guerra salió ileso.

Rulfo no fue ajeno al cine, guiones y cameos incluidos. Dejó además una ingente y notable obra fotográfica casi toda póstuma que alimenta la apuesta cinematográfica de sus adaptadores. La nueva película recurre a otros textos o hace guiños rulfianos fuera de la novela y sucumbe al encanto de su propio oficio fotográfico para ofrecer un Pedro Páramo ilustrado, reimaginado y vistoso. Nada que la novela necesite.

El Hobbit, de Peter Jackson (qué decir de El señor de los anillos), mata brillantemente la magia que Tolkien siembra en la imaginación de cada lector, y se convierte en entretenimiento dominguero. Las cada vez más numerosas adaptaciones de Philip K. Dick se toman toda clase de libertades y enmiendan sus caducidades tecnológicas para sacarse de la manga buenas, o no tanto, películas que ni siquiera invitan al lector a leer los relatos originales. La gran excepción es Blade Runner, pieza cinematográfica en sí, hito y modelo para su género. Apocalypse Now! adapta con genio e ingenio la novela fluvial de Joseph Conrad. Héctor Babenco logra una joya con Jugando en los campos del Señor, con base en la poderosa novela de Peter Matthiesen (de quien por cierto Buñuel filmó la más incorrecta e incómoda de sus películas, rodada en Estados Unidos, y que suelen omitir las filmografías: La joven, con fotografía de Gabriel Figueroa, basada en la novela Travellin’ Man). Buñuel soñó, como Paul Leduc, con filmar Bajo el volcán.

¿Mata el cine a la lectura? Para las generaciones pasadas, se acompañaban. Ahora que los jóvenes abandonan el libro, o lo digieren desde las misma pantalla de videoclips, memes, tiktoks y sí, películas, vemos que la dieta visual contemporánea no suple la riqueza ilimitada de las palabras, la sugerencia literaria, la libre imaginación de cada lector.

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