Por Guadalupe Ángeles
Con los pies desnudos sobre el escenario, en la breve fracción de tiempo semejante a un pestañeo como de ojo de bestia, en ese instantáneo pero internamente infinito minuto en que el telón se abre, ahí, detrás, tú, inmóvil, sabes que has nacido para ese instante.
A tu alrededor los seres nacidos de tu imaginación han encarnado y misteriosamente elevan arias hacia el cielo de cartón. No es de mentira el correr de millones de insectos por la piel de tus brazos (“¿es este el sabor de un sueño?”), abres más los ojos y en la oscuridad, frente a ti, en ese espacio habitado por butacas, no puedes, no quieres saber cuántas miradas te cubren, cuántos oídos escuchan la letra de esos poemas que ahora salen de tu garganta y tus labios los saborean mientras en tu mirada una luz desmiente el aire de mentira que a esas alturas ya nadie cree: se ha dicho que “el teatro sube”, contrario al viejo mito de que ahí, detrás de tus ojos y en el bosque de tu cerebro el milagro baja.
Afuera, los seres multicolores se toman de las manos y hacen un círculo, dentro, tú, eres semilla que ahora late en esos ojos que parpadean inocentes, ajenos a la razón de su existir.
Ninguna sonrisa ha sido como la que allá, ¿a cuántos metros de ti? tensa los músculos del rostro de ese que te ama (o así lo ha dicho) aquí la verdad de ello no cuenta; aquí se da constancia de la condición que ahora habita tus huesos, tu cabello y cada latido de tu corazón: has encarnado tu sueño, y el maquillaje, la luz que puebla el escenario son… ¿Acaso importa qué…? Son tú, en este minuto eterno que brillará por siempre oculto en tu mirada hasta la hora de tu muerte ‒¿también después? Quizá.