Por Hermann Bellinghausen
No sé si es culpa del celular como cámara instantánea y democrática, o alguna corriente de la conciencia contemporánea, pero en tiempos recientes hemos vivido una profusión universal y pasmosa de nubes fotografiadas. Como que vamos descubriendo un cielo que siempre tuvimos encima, sus atardeceres encendidos y policromados, vitrales del templo terrenal. Cuál es la novedad, si de hecho la grandiosidad del cielo y sus copos de vapor debieron conocer tiempos mejores, cuando no había esmog ni desastres ambientales descoloridos y tóxicos. Cuando el aire daba vuelta en la región más transparente y nos abría los ojos.
Confieso que aluciné el Armagedón cuando se desató la reciente oleada de firmamentos bellos y majestuosos, crepúsculos poblados de rebaños en tecnicolor, nubes en sus diversas formaciones y consistencias, desgarradas o monumentales, dragones, serpientes, caballos rampantes, rostros del dios o del diablo, halos y auras. Instagram, Facebook y las demás mensajerías esparcían nubes como panoramas de fondo, plegarias, saludos. Todos podemos en cualquier momento. En la playa, en carretera, en la azotea o en el parque de la colonia. Andamos entonces en las nubes. ¿Evasión extracorporal?
Entre la sequía catastrófica y las aguas furiosas, los pronósticos son preocupantes, lo eran ya en esos meses y años. Quizá la pandemia propició el rencantamiento del cielo y su lenguaje gráfico de nubes y vuelos de aves mientras vivíamos encerrados. Ventanas, balcones, terrazas y azoteas recuperaron un valor que habían perdido. Llegué a sentir ciertos temores apocalípticos. ¿Qué tal si el día del fin del mundo hace un sol esplendoroso y las nubes son hermosas? Acaso el proceso de extinción es celebrado por el cielo, que permanecerá ajeno a nuestros destinos. ¿Por qué, cuando las noticias son tan alarmantes, las nubes se muestran espectaculares y nuestro mundito mediocre queda de pronto bajo una Capilla Sixtina real, presencial, visible y fotografiable?
Fábricas de lluvia y rayos, manchas agoreras, sirven de parasol, marean a los aviones o les tienden una alfombra inmaculada, alcanzan con sus manos el alto país de las nubes
en la Mixteca, la Mazateca, las montañas de Chiapas y Guerrero. De sus nieblas y turbulencias nacen los mitos, las leyendas, los misterios que roban el sueño infantil.
El poeta y periodista José Ángel Leyva, originario de Durango, el escenario favorito de los grandes westerns con cielo filarmónico, ha dado en cantar por Facebook con su lente fotográfica las jacarandas y sus alfombras, las ramas secas contra el cielo, las ramas frondosas, y en particular las nubes del firmamento, todas las nubes de oro y de plata sobre esta ciudad y sus otros viajes. Uno diría que vive cazando nubes y dotándolas de palabras. No extraña entonces que su libro más reciente sea una extropía
, como la llama su crítico y paisano Evodio Escalante, una búsqueda del mundo visto desde el espacio. El libro se titula Exorbitante (Universidad Autónoma de Nuevo León, 2024) y nace de una entrevista con el cosmonauta ruso Víctor Sabinij. Allí refrenda Leyva su fascinación por las nubes: Llegan noticias del tiempo anticipadas / en forma de nubes y espectáculos boreales. /El pensamiento planta sus pies en el vacío
.
Una afortunada coincidencia editorial pone también entre las novedades unos Poemas selectos del poeta y pensador alemán Hans Magnus Enzensberger en sobria e impecable traducción del alemán de Pura López Colomé (Fondo de Cultura Económica, Colección Popular 931, 2024). La vena brechtiana y costumbrista, crítica, rebelde y todo lo realista que quepa, no le impide admitir: Últimamente me sorprendo maravillándome: una costumbre más dulce que la furia y más peligrosa que fumar
.
La selección de López Colomé concluye con las ocho estancias de La historia de las nubes
. Enzensberger las llama jeroglíficos voladores
y las aconseja encarecidamente. Contra el estrés, la inquietud, los celos, la depresión / se recomienda la observación de las nubes. / Con sus bordes rojizos y dorados al atardecer, /superan a Patinir y a Tiepolo. / Las más efímeras obras maestras, / más difíciles de contar que una manada de renos, / no terminan en ningún museo
. Ante el agotamiento, la furia y la desesperación no duda: se recomienda voltear la vista al firmamento
. Desmenuza sus variaciones sin fin, y sin embargo, todo permanece como de costumbre
. No muy sólidas, aunque sí elocuentes, pueden prescindir de nosotros, pero no al revés, / qué rabia
. Se les acusa de poco confiables, pues ni siquiera se sabe / dónde comienzan y terminan
. Flotan, se borran, son inconstantes, ligeras, y de pronto aplastantes.
Ahora bien, la física de las nubes / no está del todo bajo control
. El autor sugiere que son más impredecibles que los astros o el clima. Se opacan, / arcoíris rotos, franjas acuosas, / chorros de luz, halos. Sólo el cielo sabe / cómo lo logran. Una especie por separado, / transitoria, pero más antigua que la nuestra
. Ante la constatación de su condición de especie
diferente, él también se pone apocalíptico en los versos finales: nos sobrevivirá / un par de millones de años, / eso es seguro
.