Por Guadalupe Ángeles
Entendámonos. Como si fuera un crimen real, llevado a cabo en el cuerpo (no en la mente) habría que llamar a un especialista, hacer lo necesario, encontrar, gracias al arte de la casuística, y con la ayuda de los mejores en su área, si la trayectoria de la bala coincidió con la voluntad del criminal. ¿Fueron deseo y acto uno mismo?, ¿empalmados en el tiempo, pero discontinuos en el espacio? Válgame la desorganización de toda lengua nativa. Sea preciso especificar si el acto de morir (¿emocionalmente?) fue calcado exacta y matemáticamente con el instante en que se dejó de respirar; sean admitidos todos los pretextos posibles, llámese a declarar al ejército de paisajes que atestiguaron la tesitura del delirio. Abónese a la buena voluntad de los investigadores la investidura de cuasi dioses que se otorgaron mutuamente víctima y victimario. Habría que encabalgar sus dichos, hacernos cargo de lo absolutamente estúpido del crimen a investigar (¿es que acaso no jugaban al péndulo todo el tiempo los actores que nos trajeron a montar esta pesquisa que más parece una obra de teatro del absurdo?). No hay manera de evitar que sea conocido a descampado, a troche y moche cuanto estos dos urdieron en la distancia, pero tan unidos como gemelos idénticos que comparten corazón y pulmones, y es precisamente en ese bosque incierto de alveolos y distintos ramajes que seguramente han de extrañar muy precisos humos, donde se dio el desencuentro, ese como claro de bosque en el que, inesperadamente, uno de ellos dejó caer la máscara y más valdría no haberlo hecho; pero las cartas estaban echadas, simples muñecos de barro, ellos cumplieron el rito: se alejaron sin un aullido, sin marcar en la tierra hondas huellas, pues la huida fue en cámara lenta, y al mismo tiempo casi rompiendo la velocidad de la luz (¿Así..?) Sí. No se llame a engaño quien siempre vivió sobre delgados filos abyectos, sobre promesas silenciadas, haciendo de la caricia el único terreno posible para posar su miedo al vacío. Déjese pues constancia. Perdónese a la química del cuerpo, a las reacciones naturales de sustancias viajeras que se tomaron las manos metafóricamente y con sus diminutos cuerpos hechos de electricidad, unidos, rompieron para siempre lo que parecía indestructible, y dieron nombre así al acabóse, dieron nombre y apellido al hecho insobornable y cierto, implacable, que sonó como un edificio de cristales transformándose, apenas en un parpadeo, en toda una constelación de vidrios iridiscentes, para siempre disueltos en la oscuridad del cosmos. No se llame a engaño quien utilizó un poco de veneno para endulzar sus días, para montar la más alta ola y es, repentinamente, por ese mar devuelto a la orilla de sí mismo, a su condición de isla, a su naturaleza de naufragio.