Por LIVIA ALBECK-RIPKA/ Reportaje tomado de New York Times
—ISLA MASIG, Australia – Cada fin de semana, Yessie Mosby visita las tumbas desgastadas y arenosas de sus antepasados para recolectar sus huesos esparcidos. Su sepultura, que se encuentra a poca profundidad y está ubicada a unos cuantos metros de la costa de la isla Masig, al norte de Australia continental, se ha erosionado a causa del aumento en el nivel de los océanos.
“Otros padres en todo el mundo van a la playa con sus hijos y recogen conchas”, narró Mosby, de 37 años, un artesano y padre de cinco hijos, mientras movía los restos de su sexta bisabuela a un espacio ubicado debajo de un cocotero. “Nosotros recogemos restos humanos”.
La vida de la gente en este lugar está atada a la isla, uno de los dieciocho cordones litorales del estrecho de Torres, habitado por indígenas australianos. Esta isla guarda las historias de quienes llegaron antes a este lugar; brinda protección y sustento, pero a medida que el cambio climático eleva el nivel del mar, estas islas y su cultura ancestral están en riesgo de desaparecer.
Así que Mosby y otros siete isleños del estrecho de Torres han puesto manos a la obra.
En una demanda histórica, que fue presentada el 13 de mayo ante las Naciones Unidas, argumentan que Australia —al no tomar las acciones adecuadas para reducir las emisiones de dióxido de carbono— ha violado sus derechos humanos fundamentales, incluido el derecho a conservar su cultura.
La demanda es parte de un movimiento creciente de litigios en el que los litigantes, incluyendo un grupo de veintiún jóvenes en Estados Unidos, han presentado un alegato innovador que afirma que los gobiernos enfrentan el deber fundamental de garantizar un medioambiente habitable.
No obstante, el alegato de los australianos es el primero que busca el apoyo de las Naciones Unidas para tal demanda ambiental, y podría sentar un precedente en el modo en que las poblaciones más vulnerables a los efectos del calentamiento global pueden buscar una rectificación recurriendo al derecho internacional.
También es la primera ocasión en que el gobierno australiano (que no ha cumplido con los objetivos de reducción de emisión de gases y continúa aprobando cuestionados proyectos de minas de carbón) se enfrenta a un litigio por el cambio climático que argumenta una violación a los derechos humanos. Los demandantes hacen un llamado al país para ayudar a financiar los muros marinos y otro tipo de infraestructura que podrían salvar a las islas del estrecho de Torres, que tienen una población de alrededor de 4500 habitantes, y para cumplir los objetivos de emisiones que establece el Acuerdo de París.
Si tienen éxito, el caso “realmente sería un parteaguas a nivel internacional”, afirmó John Knox, profesor de Derecho Internacional en la Universidad Wake Forest que fue comisionado especial de derechos humanos y medioambiente de las Naciones Unidas.
Aunque las Naciones Unidas no puedan obligar a Australia a tomar medidas, quienes dirigen el caso aseguran que esperan que esto sirva para ejercer presión en los gobiernos de todo el mundo con el fin de que se protejan los derechos de los ciudadanos marginados cuyas culturas están ligadas a un lugar en particular, y para quienes el despojo de tierras podría revivir el trauma de la colonización.
“Lo están perdiendo todo… No pueden solo recoger sus cosas y marcharse a otro lugar; su cultura solo existe en esta región”, comentó Sophie Marjanac, abogada de ClientEarth, la organización de derecho ambiental que está interponiendo la demanda.
“Ese es el quid del alegato”, dijo. “Si se despoja a los indígenas de su patria, no pueden seguir practicando su cultura”.
De acuerdo con el Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (IPCC), una organización de científicos constituida a petición de los gobiernos del mundo, los niveles del mar podrían elevarse un promedio de 0,9 metros para el año 2100, lo cual podría obligar a los habitantes de los atolones en zonas bajas de los océanos Pacífico e Índico, así como del estrecho de Torres a evacuarlos.
En la isla Masig, que se encuentra en promedio a menos de 3 metros sobre el nivel del mar, las personas ya están luchando contra los efectos del cambio climático. Conforme la costa se ha ido recorriendo tierra adentro, los pozos de agua dulce se han vuelto salobres y los cocoteros han sido arrancados de raíz y han caído en el océano. Otros árboles, marchitos a causa del calor, han dejado de producir frutos comestibles.
“Esta es nuestra madre”, dijo Mosby acerca de los árboles enfermos. “Es aterrador”.
A 145 kilómetros al noreste, en la isla de Boigu, una posible reubicación es palpable. Aquí, los caminos no pavimentados están inundados y una pared marina parcialmente construida no ha logrado evitar que el cementerio de la isla, que se encuentra a solo 0,9 metros sobre el nivel del mar, se inunde o pierda su playa de arena blanca.
De pie frente a una iglesia anglicana en el punto más elevado de la isla, Stanley Marama, el sacerdote y uno de los demandantes en el caso, señaló al norte sobre el agua. La costa, dijo, antes se extendía al menos 91 metros más allá y era un lugar sagrado para la realización de ceremonias.
Entre semana, los habitantes de Papúa Nueva Guinea viajan algunos kilómetros a través del canal para vender tambores, tapetes tejidos y jaibas. Traen consigo sus propias historias acerca de los efectos del cambio climático. “Una gran marea destruyó nuestras cosechas”, narró Ene Musu, un agricultor de 38 años del poblado de Buzi. “Ahora tenemos escasez de alimentos”.
En las islas del estrecho de Torres, las tiendas importan comestibles para que el suministro de alimentos no se vea afectado de forma similar; sin embargo, los productos complementarios (pescado, cangrejo, tortuga y el dugón, un pariente del manatí) viven en hábitats amenazados por la decoloración del coral y la acidificación de los océanos. Es probable que una tierra más salobre y las inundaciones hayan dificultado la conservación de las plantaciones de plátano, camote, yuca y taro.
“Las personas normales podrían decir: ‘Empaquemos y vayámonos de aquí’”, comentó Dimas Toby, un consejero de la isla Boigu, quien no participó en la demanda. Sin embargo, aunque algunos isleños han migrado a tierra firme, dijo que él se quedaría a proteger su cultura. De otro modo, explicó, se extinguirán porque no tendrán dónde poner en práctica su cultura.
Ese es el fundamento del alegato jurídico de los isleños en su demanda ante las Naciones Unidas.
Conforme al Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, un tratado multilateral para proteger las libertades globales, Australia está obligada, dicen los demandantes, a proteger su cultura, así como su derecho a la familia y la vida.
En años recientes, algunos países, entre los que se encuentran Ecuador y Bolivia, han otorgado derechos constitucionales a la naturaleza. En otros casos, las personas han demandado a los gobiernos y a empresas de combustibles fósiles por contribuir al cambio climático o no tomar medidas al respecto.
“No quiero que mis hijos crezcan sabiendo que son de la isla Yorke, pero que esta ya no existe”, dijo Mosby, en referencia a su hogar, la isla Masig, por su nombre inglés.
Sobre nosotros, una parvada de fregatas alzó el vuelo hacia el cielo que se oscurecía.