Por Guadalupe Ángeles
I
Es una dama de cabello espeso, de rabia contenida; miraba otra cosa al verme; me hubiera dicho qué, si no estuviera tan enojada.
Este lento enroscarme a su conversación es solo un pretexto para salir de la que ya no soy desde esta madrugada. Su mirada, perdida, era quizá un signo de divinidad. Esta desazón eran sus cabellos grises. La escucho, y es suave mi deambular por sus venas, azules ríos, sus ojos, sus manos pequeñas como mi gana de morir, sus manos, que no vi tocando mi cabello. Sé que sus recuerdos dibujados a lápiz sobre mi escritorio, y mi delirio, son hermanos. ¿Hay alguien más, o ella tendrá que cobijarme bajo su ala cenicienta? No pidió ese paso cansado, ¿dónde se escondió la joven que sonreía hace décadas y hoy corre haciendo hogueras?
Cuando le digo: “No he muerto”, ella escucha cómo un amarillo se deslíe desde mi pupila izquierda y recuerda su infancia. ¿Secos ya, sus labios dibujarán la insania para siempre?
¿Qué dijo?: “¡qué serenamente anochece… anochece… mientras no escucho tu nombre… mi nombre… ya solo ráfagas de luz…!”
Vino y fue. Lenta. Volverá a dibujar breves aves bebiendo flores al atardecer, nada más. No hay ningún problema conmigo, quizá el único sea, que estaba demasiado despierta cuando me vino a preguntar por su asunto, quizá por ello, mañana la deba soñar.
II
Deshacerme… A veces siento que voy a deshacerme… Camino por estos pasillos llenos de luz falsa… ¿por qué quieren que les diga cómo fueron muertos los niños? Aprieto la boca, quiero explicarles cuando me preguntan, pero se atraviesan en mi mente las imágenes de mi padre diciéndome que yo tenía que ser la hija muerta, que ellos no habían inventado a alguien como yo para nada, para que solo estuviera dibujando pájaros que beben de flores en tardes color ocre. Contraigo los labios y miro a otra parte porque ellos no tienen que saber cómo un lago hacía su nido en mi pecho cuando mi madre me miraba así, como si yo fuera un mueble, cuando no me contestaba y me quedaba sola, hecha un nudo en mi cama, y la madrugada me lamía los pies desnudos.
¿Cómo les voy a decir que sí vi cuando enterraron a los niños en el jardín, en ese pedacito de tierra que, ahora solo tiene flores secas? Yo solo puedo explicarles cómo sale el agua pura pasando por los tubos que yo diseñé para que mamá y papá sepan que me inventaron para eso, para que estuvieran orgullosos de mí, y para que supieran que soy tan perfecta como ellos. Entonces los dibujo, los trazo muy claro; el plano del triciclo a doble tracción; la silla de caoba oscura ornada en pedrería; el vestido largo en rojo escarlata; en azul rey, y exagero, sí, exagero para que vean ellos primero y mis padres luego a través de sus ojos, que soy tan brillante como ellos que me inventaron, y dejen de abrazarse y verse a los ojos y me tapen los pies porque tengo frío en la madrugada, y el lago en mi pecho crece y crece, mientras ellos se toman de las manos y seguro están pensando que debo ser la hija muerta, por eso dejan que la muerte se me suba por los pies desnudos ¿no vieron que tenía tanto frío y por eso me tuve que ir?
Ellos solo me querían muerta; por eso me moría cada que los de la casa de al lado dejaban caer el hacha sobre las cabezas de sus hijos, y luego no limpiaban nada, los iban a dejar allí, donde el jardín es solo un montón de piedrecitas, en la esquina donde se remueve la tierra con las manos. Yo misma lo hice; se me llenaron de raspaditas las orillas de los dedos; se me metieron piedras en las uñas y no pude sacar a los niños muertos. Ya se les había secado la sangre entre los cabellos despeinados; ya no tenían nada allí donde debía haber un cerebro, ellos eran muertos y eran yo porque mis papás no me dejaron enseñarles el lago que se me iba haciendo en el pecho cada que sentía como instante a instante se iba acercando más y más la mañana. No sé por qué me inventaron si no me tapaban de la muerta que me comía los dedos de los pies, se me untaba en las plantas y mordía mis uñas, yo nada más cerraba los ojos muy fuerte y me decía muy clarito que no me iba a dejar que me hicieron eso, por eso me levantaba en las noches y pintaba en las paredes blancas muchos números, el 18 me salvó más de una vez, porque a la muerte le daba miedo el ocho, yo me metía en los circulitos del ocho y ahí me hacía bolita, en el círculo de arriba apoyaba mi barbilla en el borde derecho; sentía el calor de ese número bendito, a veces mis pies lograban calentarse, y yo era la hija del ocho, me hacía bebé ahí, en su pancita de arriba.
Al otro día mi mamá me encontraba con el lápiz en la boca, apretando mi pie derecho: yo era ese número que me alejaba de la muerte; yo era hija de mi número, de mi propia mano dibujando ese número en la pared. Ya no le quedaban ganas de decirme nada a mi perfecta mamá, me cargaba y ya estando yo en mi cama otra vez se iba; ella no iba a decirme que me inventó para que fuera la hija muerta, ya me lo había dicho con sus ojos burlándose, como ahora se burlan los que me preguntan cuándo vi que a los niños les quitaron lo chiquitos con un hacha cayéndoles en la cabeza, y luego se los llevaban donde las piedritas del jardín iban a ser su casa, yo traté de sacarlos, de decirles que no éramos los hijos muertos, mis manos se llenaron de tierra, mi cara de lágrimas, mi pensamiento de esos números que dibujé en la pared para salvarme; pero ya no había pared, solo el cielo sobre el jardín que se me iba diluyendo, que ya se desapareció porque voy caminando por estos pasillos tan iluminados con luz falsa, pero no voy a decirles nada, se me olvida lo que debo decirles porque ya solo importa que mi hijo me necesita, por eso sigo dibujando flores y los pájaros que las beben, por eso me voy despacio para alcanzar a dibujar muchos circulitos como el ocho en colores ocre, rojo y verde, para que en el mercado de las artesanías me den dinero para que mi hijo viva y vaya siendo el hijo vivo que yo quiero que sea; para que tenga muchos dieces y luego una carrera universitaria, un trabajo en un lugar muy bonito y después una esposa y muchos hijos vivos; para que ellos sepan que yo los inventé para que vivieran: mi hijo, su esposa, sus hijos, porque yo quiero que de esta hija muerta falsa vivan todos los que van a quererme ahora sí, y a taparme los pies en la noche cuando tenga frío, para que la muerte no me muerda los dedos chiquitos, para que ya no necesite ningún número para acurrucarme y sí sus risas como de vidrio, las de mis nietos que no nacen pero van a ser niños vivos, porque yo no soy la hija muerta.
Soy la abuela que los abrazo y les canto canciones lindas para que no tengan frío, ni les nazcan lagos en el pecho, mis niñitos vivos, hijos de mi hijo vivo que ya va creciendo muy guapo y muy pronto va a tener a su novia y luego a sus hijos tan lindos, tan mis hijos vivos, tan mis nietos míos, vivos.
Ahora soy un árbol, las bolsas tiernas bajo mis ojos serán los nidos de mis hijos vivos que ya viven en la mirada brillante y buena de mi hijo, que tiene que tener buenas calificaciones porque yo lo inventé para que fuera feliz y en las bolsas bajo mis ojos dormirán sus hijos que van a nacer vivos y serán los hijos vivos de este amor que se me amorata en las noches cuando me aprieto mis pies para que no tengan frío; para que ninguno de mis hijos vivos tenga frío nunca; para que nunca mi hijo deje de mirarme con sus ojos negros cálidos y hermosos con que me mira porque sabe que soy su madre viva, y él es mi hijo vivo, como serán hijos vivos los hijos de sus ojos, que no van a tener nunca frío, ni ganas de dibujar ningún número, ni de inventar nada porque desde ya son perfectos mis hijitos vivos, mis nietecitos míos.