G. Ángeles: Sueño

Por Guadalupe Ángeles

I

A. tiene treinta y cinco años, mide un metro sesenta y cinco, es de caderas anchas; visita a B. que tiene una hija, C. quien ama los postres y va al jardín de niños.

La casa de B. tiene un jardín trasero con una higuera, A. va a conocerlo, ahí, una especie de lagartija o salamandra se prende a su mano izquierda, el animal es de un color agradable, entre rosa y coral, B. le dice a A. que haga un movimiento brusco con la mano para que el animal se desprenda y quede pegado a la pared, donde B., le asegura, partirá al animal en dos, para lo cual entra a la casa por un cuchillo, pero se entretiene en la cocina dándole un postre a C., cuando va de nuevo al jardín ve que el animal cuelga de la muñeca de A. pero ahora es completamente rojo, y bebe la sangre de A., además sus dimensiones son monstruosas, parece medir más de dos metros. Al ver esto, B corta con el cuchillo al animal en la cabeza, lo cual no parece notarlo la bestia, ya que sigue bebiendo de la muñeca de A. a través de la incisión que le ha hecho con sus dientes; entonces B corta la garganta del animal y se desangra hasta quedar disminuido a su mínima expresión, semejando apenas un disfraz desprovisto de cuerpo, como un guante sin mano; al verse liberada A del animal entra a la casa, apenas supera un metro de estatura y parece de noventa y dos años.

II

Tengo para contar un montón de cosas: “El animal empezó a ser una especie de brazalete que lucía en la mano derecha con cierta frívola alegría, pero al cabo del tiempo, qué tanto no viene al caso ni importa, se transformó en una especie de demonio que vivía de la sangre que de mi mano derecha absorbía, sí, bebía de mí…” lo sorprendente fue que yo pudiera ser más de una y con esa otra que fui tomé un cuchillo y lo hundí en la cabeza del animal, mismo que seguía como un bebé bebiendo sin inmutarse. Pude, con su tranquilidad, pasar el cuchillo por su cuello y así drenar toda la sangre que fue bebida por la tierra del jardín donde crecía todavía la higuera (en el sueño yo todavía no la había matado), y así quedó como el disfraz de sí mismo, tirado en una orilla del jardín, como un guante sin mano, reducido a lo que verdaderamente era, ni joya, ni animal indestructible, apenas un poco de materia que no tardaría en descomponerse al estar expuesta al rayo del sol y bajo la lluvia y el viento, agentes que transforman todo desperdicio en alimento de árboles y plantas, ¿volvería de ese modo a beber mi propia sangre mordiendo los frutos de la higuera? A saber. Somos los personajes de los sueños que soñamos, como esa niña hermosa de cuatro años a la que le ofrecía golosinas mientras ocurría la metamorfosis de la joya que no lo era.

Decir que un sueño dice mucho de lo que somos, no es poco decir; desde Freud hasta el vecino de asiento en el transporte público, existe una cantidad inconmensurable de teorías al respecto. Yo me hago cargo de la siguiente: Somos todos en el sueño: el autobús que transporta a una serie de enfermos que padecen males difíciles de ver por los sanos, hasta el boleto que da derecho a ir en ese transporte de la noche más profunda al hogar que ya no se sabe bien dónde está, si en la casa de la desconocida que acumula cantidades ingentes de objetos que ya nadie sabe para qué sirven o cómo llegaron ahí, o en la dirección de la cual gozamos de llave y acceso permanente.

Descendemos en los sueños, eso dicen, o entablamos la conversación más directa con nosotros mismos. No es este un ejercicio en ese sentido. Es más bien una especie de espejo para saber que, si medito un instante, el animal también soy yo, viviendo de la sangre de la que creo ser: ¿Víctima / victimario? ¿Existe aún quien lo dude? No presumo de inmunidad de ninguna especie, eso ya lo vino a demostrar el Herpes Zoster con inimaginable plasticidad. No he perdido el ojo derecho, eso, claro, siempre es un consuelo. Lo que sí perdí fue la idea de que no soy un monstruo, es decir, lo soy, lo afirmo, lo vi, nadie me lo contó. Eso hace la diferencia entre los sueños y lo que llamamos realidad, porque siempre nos gusta (¿alguien lo niega aún?) pensar que somos el sueño de un buen Dios que se despierta con ganas de escribir lo que soñó y a la página escrita por ese Dios es a lo que llamamos nuestra vida.

Dios entonces de mí misma, pequeño dios que juega a los espejos con sus sueños, con los personajes que toma de lo cotidiano y hace de las incursiones nocturnas que ocurren mientras sueña una verdad más plausible que… aquí es donde el animal se muerde la cola, aquí es donde a la serpiente le nacen alas y podemos usar palabras como sueño o realidad, que en consecuencia nada perfila nada, o todo corresponde a un rompecabezas por demás entretenido, eso ayuda, sin lugar a dudas, a esperar el sueño mientras la pastilla hace su efecto… eso o una meditación guiada que usamos a manera de caricia y en esta palabra se resume toda la pesadilla: Caricia o sueño, anhelo o tergiversación, plática o regaño, discusión o puesta en escena… Actores entonces de nosotros mismos, el Dios Pessoa siempre bendice nuestras digresiones, a ellas nos entregamos siempre… dormidos o despiertos. Sea.

 

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