Por Hermann Bellinghausen
Juntos descubrimos lo cerca que está la muerte de la libertad. Fue un resplandor que cegaba. De inmediato tuvimos que ponernos las pilas. Casi colgábamos de un árbol precario varios metros arriba del abismo. Tumultuoso y turbio, el río Amarillo no corría, volaba bajo nosotros. En la camioneta de redilas veníamos unas 12 personas de regreso del Pueblo de Dios, una aldea en la Montaña mixteca donde el Juicio Final parecía haber ocurrido ya, así que veníamos sensibilizados. Un respiro o movimiento en falso y el vehículo caería, y lo que la caída no terminara, lo haría el agua. Había que apearse sin que el meneo nos precipitara. Despacito, uno por uno nos arrimamos a nuestra izquierda susurrándonos indicaciones. Fui el último. En cuanto puse un pie sobre la brecha lodosa que nos hizo derrapar me apretaste la mano, y por la forma en que me miraste a través de tus lentes grandísimos sentí que viviríamos por siempre. Eras tan joven.
El Pueblo de Dios quedaba a varias horas de la cabecera de Alcozauca, el único municipio comunista del país desde 1979 (que para 1989 ya era socialista y lo encabezaba el gran Othón Salazar). De ida enfrentamos a pie las embestidas del río Amarillo que separa a los humillados de los ofendidos en ese reino de olvido que insistía en durar donde el mapa pone los ojos en blanco. Cruzar el torrente tuvo su riesgo, pero al retorno lo de la camioneta pudo ser definitivo. El tiempo se movía. Las profecías y los indígenas se transformaban como si de ellos brotara el centro de la Tierra.
Invitado como alcalde y aliado a visitar el Pueblo de Dios, para Othón resultaba complicado someterse a un trato religioso un tanto fanático, así que se disculpó y mandó a un sobrino, dos topiles, un biólogo y otras gentes con nosotros. Hace poco pidieron autorización para cambiarle el nombre al paraje Cruz Fandango y yo accedí, dijo intranquilo al despedirnos. Son compañeros.
El Amarillo arrastraba todo. Lo cruzamos con pena y sin gloria. Emprendimos la subida al cerro del Gavilán. A nuestros costados se sucedían laderas y despeñaderos verdes y húmedos, cuestas empinadas, plantíos rojizos. Si al pie de la cuesta no sabíamos nada, al tentar la cima sabíamos menos. Es comprensible: veníamos cansados. Categórica, anunciaste tu agotamiento. Nos leíste el pensamiento pero no pudimos detenernos.
En los Monolitos Basálticos del Divino Crucificado nos esperaba una comitiva de colonos fundadores. Era una colonia de cuatro años en una serranía que tiene la edad del mundo. Salvo los recién nacidos, todos eran fundadores. La comitiva anunció que pronto pisaríamos tierra santa, donde no se fuma cigarro ni se bebe mezcal ni cerveza y las cruces de madera brotan donde sea. Aparecieron esporádicas cabañas rústicas como guacales, densamente pobladas por niños terregosos y flacos y niñas de ojos alertas. De la iglesita más retirada venía una procesión colorida. Una banda soplaba el acompañamiento de los rezos.
Se aproximaron un hombre y una bolsa de plástico. Otro hombre extrajo de la bolsa collares de cempasúchil y los impuso a nuestros cuellos. Otros más nos establecieron flores silvestres en la mano derecha. Separaron damas de caballeros y avanzamos hacia la procesión que nos esperaba en el centro del pueblo. Nos colocaron al frente, precedidos por tres monaguillos harapientos con bordones y la bandera nacional.
Entonamos himnos y corridos celestiales. Algunas mujeres lloraban. Rodeamos los ocho templos, pequeños como en maqueta. Pasamos las Dos Iglesias Colindantes, fuimos y venimos por las cortezas del cerro a paso resignado. El cortejo se trifurcó y tres largas filas de peregrinos se alinearon frente a los Tres Templos Centrales. Los peregrinos se arrodillaron. Nosotros con ellos. Serían las dos de la tarde. Los indígenas trenzaban sin prisa los quince Misterios. Al tercer Credo me puse de pie. No fui el único, los rayos del sol eran brutales. Cantamos el Bendito, la Magnífica, repetimos glorias y padres nuestros. Unos niños recogían los pétalos caídos durante la procesión. El suelo limpio parecía una pista para mejor aterrizaje del Divino: ni papel, ni flor, ni corcholatas. Un cohetero prendía petardos. Mientras el cohete abandonaba la vara de lanzamiento y ganaba altura, el hombre se arrodillaba, no lo fuera a coger el estallido sin su Jesús en la boca. Luego buscaba el cartucho detonado. En tierra santa se cancela la basura.
Abrazadas por el copal, nuestras flores ocuparon una repisa sobre el umbral del templo. La procesión nos guió con su lenguaje silvestre de adivinanza tonal hasta una puerta de la Ermita de la Vitrina Polarizada, en cuyo interior oraba el profeta Juan Crecencio Reyes, y presumiblemente nos observaba. (Continuará)
Para Carolina de la Peña, en memoria