Por Hermann Bellinghausen
No distinta de la sangre, la tinta se insufla en la jeringa de la pluma o en la máquina impresora. Aunque no estemos para metáforas, la tinta sigue siendo una de las materias más indestructibles, por eso los tiranos le temen tanto. La verdad impresa es difícil de combatir. Hay periódicos y revistas que todavía le dan al blanco donde duele aunque no venda, esa batalla se perdió hace mucho contra la televisión originaria y la escuela mendaz del amarillismo y la propaganda.
A pesar de las abrumadoras pantallas líquidas que nos asoman a la realidad de una manera irreal, el prestigio de la página física conserva una magia que no amaina entre los lectores verdaderos. Uno ama un libro, no su PDF. El anunciado colapso de las librerías y las conmovedoras filas para despedirlas en las ferias, tianguis y librerías de ocasión, no sin melancolía lo confirman. Los libros son demasiados, alertaba Gabriel Zaid hace medio siglo, cuando no existía Kindle. Pero nunca han sido suficientes, y menos en México, donde el libro suele ser fetiche, no lectura. La mayoría lectora en el país se circunscribe a la Biblia, sus comentarios, catecismos y letanías. Para los niños, los libros de texto gratuito, su predecible limitación y sus elocuentes destellos sobre papel barato siempre han democratizado la lectura, para desazón de la derecha troglodita que se siente más a gusto quemando libros que leyéndolos. Las biblias siempre tienen mejores papel y tinta, pasta dura, y son gratuitas por otros motivos.
Ya ni la publicidad hay que leerla. Te la dicen. Te la gritan. Tú la rumias, ella te troquela, te añade a los archivos de los mercaderes y ya está, te tragó la Matrix que prefiguraba Jean Baudrillard e inspiró la exageración distópica de las Wachowski. De ahí la importancia heroica, nunca suficientemente absurda, de los libros. No son realidad simulada ni se conectan con matriz alguna.
Los escritores morimos de la emoción cada que nos publican un libro y la primera copia llega a nuestras manos, que sudan. Lloramos. Nos emborrachamos. Se sabe que buena parte no rozarán siquiera las esferas del mercado, pero aun en tirajes mínimos, existen. Posiblemente haya más alfabetizados que nunca, aunque los lectores siguen siendo marginales en la población total.
Tinta es destino. Tanto así que no faltan quienes se tatúan versículos del Corán o se inscriben con henna y pinturas perecederas el lenguaje de los dioses. No falta el extremo dramático del que escribe con sangre o redacta sentencias con agujas y cuchillos.
Podemos deplorar que haya más títulos que lectores. Que millares de ejemplares de Don Quijote hayan sido impresos y encuadernados para adornar bibliotecas, acompañar centenarios, justificar presupuestos. Podría ser peor. Nunca des por muerto el ejemplar de un libro que por dentro siga vivo.
La tecla de la industrialización no sólo sustituyó el trazo de la mano; también abonó durante un siglo el camino a la ventana de cristal y la escritura con luz eléctrica en el dispositivo que ustedes dispongan. Las tablillas sumerias, la piedra Rosetta y el Calendario Azteca son tan reliquias como Pedro Páramo o Muerte sin fin en ediciones económicas. Lo que vale es la letra que imprime en nosotros el magisterio de su arte.
La escritura solía deberse a la tinta, transfiguración del trazo y el verbo. Llega como el viento, escribió Marguerite Duras, está desnuda, es la tinta, es lo escrito, y pasa como nada pasa en la vida, nada excepto eso, la vida.
Antes del dominio de teclados y pantallas, la mecanografía, aquella rapidez tipográfica, daba a la tinta un uso ingenioso. La cinta y el martillo fueron instrumento de artistas (hasta los excesos de Kerouac), herramienta del reportero y el proletariado de oficina. Aquellas cuartillas sonoras degeneraron en fotocopia y copia dura y perecieron como basura, ardieron o duermen el sueño del moho en archivos muertos, bodegas y otros bajos fondos de la nostalgia y la memoria escondida.
Se prevé una nueva Edad Media, cuando en reducidos recintos en monasterios, bibliotecas y talleres no pocas veces clandestinos se resguardaban, leían y copiaban de uno en uno los textos, las historias, las ideas, los versos. En Farenheit 451, siempre citable, Ray Bradbury imagina un futuro donde los últimos catecúmenos memorizan los libros condenados al auto de fe en el ocaso de la galaxia de Gutenberg (como la llamó Marshall McLuhan).
Reinan escritura y lectura electrificadas por hidroeléctricas, motores o pilas de litio de duración limitada. Cuando vuelva la oscuridad natural, derrotada por sí misma la civilización de la energía, sobrevivirán libros y otros objetos tangibles, millares de páginas sabias o hermosas, centenares de obras maestras que seguirán diciendo que la humanidad ha gozado de expresiones positivas y que lo bueno no se calla fácilmente. Habrá mucha basura también. Agua, fuego o podredumbre esfumarán páginas y más páginas, pero nunca todas. La tinta es arma insustituible para la inteligencia articulada y la belleza por amor a las palabras. En algún lado habrá quien pueda leerla. Salvo el exterminio, claro, cuando no haya tinta que valga.