Por Ernesto Camou |
La semana pasada volamos a Yucatán, tierra generosa donde tenemos amigos, parientes y querencias, y procuramos no dejar pasar mucho tiempo sin volver a recorrer sus avenidas, deleitarnos con su cocina peculiar y sabrosa, escuchar jaranas y boleros. Arribamos a Mérida poco después del mediodía y nos recibió un “chipi chipi” pertinaz y un vientecillo que podríamos calificar de frío moderado, que allá llaman “heladez”.
Hace ya buen tiempo trabajé en la península casi dos años, en los que me dediqué a investigar las formas tradicionales de cultivar maíz en toda la península. Entonces prevalecía el sistema de milpa, en el cual desbrozaban un terreno, sacaban la leña útil, protegían los árboles grandes y secaban y quemaban ramas y arbustos. En la milpa sembraban maíz, calabazas, frijol trepador, chiles, a veces tomates, echaban semilla de algunas frutas y permitían crecer plantas medicinales; algunos dejaban una hilera sin pizcar para atraer animales como conejos, ardillas o incluso venados que cazaban y completaban su ingesta.
Era un sistema de cultivo que intentaba imitar la selva, requería mucho trabajo y poca inversión, pero que producía grano y frijol suficiente, más hortalizas y frutas, sin contar con el conejito ocasional que iba al fuego bien untado de achiote. Viajamos a Valladolid, en el Centro de la entidad, donde nos esperaba una excursión a la selva que nos interesaba y también ilusionaba.
Al llegar nos recogió una intrépida sobrina que es ya una experta en la selva y también incansable protectora de su biodiversidad. Lleva varios años trabajando y viviendo en un sitio remoto al que llegamos por caminos primero y brechas pasables después, al menos en tiempo de secas.
En el camino pasamos por un pueblito llamado Yak Haal y nos internamos por la selva para terminar en un sendero que nos llevó a una cabaña construida con varas cubiertas con tierra, techo de hoja de palma y piso de cemento. De bajarequelas llaman. Era la primera de varias de viviendas que han ido construyendo con la idea de tener un refugio y retiro para artistas interesados en pasar unas semanas dedicados a la reflexión y creación en un centro dedicado a la permacultura y bioconservación. Se trata de varias hectáreas de selva cubiertas de vegetación de media altura con algunos árboles de gran tamaño. Tienen agua de un cenote limpio y celdas solares para aparatos elementales. Para todos los efectos viven aislados y en convivencia con fauna y flora.
Ahí radican la sobrina y su novio, y los padres de éste, artistas y estudiosos de la selva y sus complejidades. Su filosofía no es vivir de la selva, sino con ella. Para esto han utilizado técnicas de mejoramiento y construcción de suelos a base de esparcir la hojarasca para que se transforme en tierra de hoja. Siembran granos, frijoles y jitomates, frutas como mango, zapotes, piñas, papaya y sandía; y especies selváticas que saben comestibles. Tienen albahaca, tomillo, epazote, un orégano de hoja grande aromático en extremo, cilantro, cebollas y ajos. Han sembrado papas, yucas, betabel, acelgas y caña de azúcar. Tuvieron gallinas, pero los gavilanes ylas boas las diezmaron; ahora crían patosque parecen más avispados. Han edificado varias cabañas y una casa usando las piedras que sacan de los predios de cultivo; tienen un baño seco además de regaderas a cielo abierto. Viven y comen lo que siembran y recogen.
A su tiempo nos convidaron un almuerzo a base de nopales, yuca guisada con cilantro, frijoles y una tortilla de maíz gruesa, adicionada con chaya, hoja santa y acelgas. Su sueño y pedazo de selva se llama Naa Tik, que en maya es “imaginar” o “entender”. Se inspiran en la milpa antigua y tradicional y la enriquecen con tecnologías adecuadas y sencillas para plantear nuevas formas de vida a escala humana. Son profetas que imaginan nuevos rumbos y nos apremian con su ejemplo a entender la urgencia de este cambio…