Por Leonardo Boff
El cristianismo originario fundado en las prácticas de Jesús y posteriormente de San Pablo había instaurado una ruptura en la línea de la igualdad de género. Pero no se sostuvo. Sucumbió a la cultura dominante predominantemente machista que subordinaba la mujer al varón. Cualquier motivo fútil permitía el divorcio, dejando a la mujer desamparada.
El propio apóstol Pablo, contradiciendo el principio de igualdad, bien formulado por él (Gal 3,28), podía decir de acuerdo al código patriarcal: “el varón no procede de la mujer, sino la mujer del varón; ni el varón fue creado para la mujer, sino la mujer para el varón; debe, pues, la mujer usar el signo de su sumisión (el uso del velo: 1Cor 11,10).
Estos textos, que algunos estudiosos consideran inserciones posteriores a Pablo, serán blandidos a lo largo de los siglos contra la liberación de las mujeres, de forma que el cristianismo histórico -principalmente la jerarquía romano-católica, no tanto los laicos-, se constituyó en un bastión de conservadurismo y de patriarcalismo. Ese cristianismo histórico no vivió proféticamente su propia verdad, ni rescató en su nombre la memoria libertaria de sus orígenes, ni cuestionó la cultura dominante. Al contrario, se dejó asimilar por esa cultura dominante, e incluso creó un discurso ideológico para su naturalización y su legitimación, hasta los días actuales, al menos a nivel de los discursos papales, en contra de lo que los teólogos y teólogas enseñan desde hace mucho tiempo. Bien decía una feminista alemana M. Winternitz: “La mujer siempre ha sido la mejor amiga de la religión; la religión, sin embargo, jamás ha sido amiga de la mujer”.
A esa ideologización de trasfondo bíblico-teológico se añadió otra de orden biológico. Se admitía antiguamente que el principio activo en el proceso de generación de una nueva vida dependía totalmente del principio masculino. Se planteaba, entonces, la cuestión: si todo depende del varón, ¿por qué entonces nacen mujeres y no sólo varones? La respuesta, tenida como científica por los medievales, era la de que la mujer es una desviación y una aberración del único sexo masculino. En razón de ello, Tomás de Aquino, repitiendo a Aristóteles, consideraba a la mujer como un mas occasionatus (un varón a medio camino), mero receptáculo pasivo de la fuerza generativa única del varón (Summa Theologica I, q. 92, a. 1 ad 4). Y todavía argumentaba: “La mujer necesita del varón no sólo para engendrar, como hacen los animales, sino también para gobernar, porque el varón es más perfecto por su razón y más fuerte por su virtud” (Summa contra Gentiles, III, 123).
Tales discriminaciones, aunque sobre otras bases, ahora psicológicas, resuenan modernamente, para perplejidad general, en los textos de Freud y de Lacan. Con razón se dice que la mujer es la última colonia que todavía no ha logrado su liberación (M. Mies, Woman, the Last Colony, Londres, Zed Books 1988).
El sueño igualitario de los orígenes sobrevivirá en grupos de cristianos marginales, o entre los considerados herejes (Shakers de Inglaterra), o será, si no, proyectado para la escatología, al término de la historia humana. Hubo que esperar a los movimientos libertarios feministas europeos y norteamericanos, a partir de 1830, para hacer valer el antiguo sueño cristiano. A la luz de los ideales de la Ilustración que afirmaban la igualdad original y natural entre hombres y mujeres, Sarah Grimké podría escribir sus Cartas sobre la igualdad de los sexos y la condición de la Mujer (1836-1837), inspiradas en los textos bíblicos libertadores, y en 1848, en Séneca Falls, Nueva York, las líderes cristianas feministas pudieron formular la Declaración de los Derechos de la Mujer, calcada de la Declaración de Independencia de los Estados Unidos, y por fin comenzar a publicar en 1859 la Biblia de la Mujer en Seattle.
A partir de entonces se formó la irrefrenable ola del feminismo y del ecofeminismo modernos, movimientos seguramente de los más importantes para el cuestionamiento de la cultura patriarcal en las Iglesias y en las sociedades, y que representan un nuevo paradigma civilizacional.
Es importante resaltar que del grupo de feministas nos vino una de las críticas más severas al paradigma racionalista de la modernidad y la introducción de la categoría “cuidado” en la discusión de la ética, centrada tradicionalmente en la justicia. El eco-feminismo representa una de las grandes corrientes de la reflexión ecológica actual, que refuerza el nuevo paradigma relacional.