Por Ernesto Camou Healy
El martes 23 de enero me despertó, a las 05:45 de la mañana un rumor que sabía conocido, pero que tardé en reconocer. En la duermevela demoré unos segundos en caer en la cuenta que se trataba de gotas de agua sobre el techo y contra las ventanas: ¡llueve!, me dije y salté de la cama para comprobar que estaba cayendo un aguacero digno de ese nombre.
En cuanto escampó salí al patio a revisar el pluviómetro y comprobar la intensidad del fenómeno. Fue una vivencia que hace mucho no experimentaba: Se oía, entre los mezquites y los paloverdes, un concierto de gorjeos, cucús de las palomas pitayeras, parloteo de los loros y algún silbido agudo y repetido de un parajillo que no reconocí. Una sinfonía armoniosa, regocijada y agradecida con la naturaleza por el regalo del agua tan esperado y, ahora, tan inusitado.
El pluviómetro marcaba ya seis décimas de pulgada, un poco más de un centímetro y medio de agua en unas cuantas horas… y todo apuntaba a que seguiríamos recibiendo y festejando este chapuzón. Volví a casa y me puse a revisar mis registros de lluvias en el 2023: En 10 ocasiones tuvimos algo que parecía un intento malogrado de llovizna, pero no se concretaba. Apenas unas gotas que mojaban el suelo seco y sediento, y se perdían al contacto con una tierra reseca y un tanto sorprendida por esa tímida humedad.
En todo 2023 ningún conato de precipitación rebasó los 10 milímetros, y la cuenta final de ese año, en mi desvencijado pluviómetro, llegó a 4.6 pulgadas, menos de 12 centímetros: Un promedio mensual de apenas 10 milímetros.
En años normales, el nivel puede llegar a las 12 ó 13 pulgadas, unos 30 centímetros de agua que resultan siempre escasos, pero aprovechables, incluso muy agradecibles. Para todos los efectos el año que pasó fue de sequía intensa. No hubo lluvias, ni siquiera una “equipata” indecisa.
Las equipatas son el nombre que damos al chipi chipi regocijante que suele mojar potreros y cultivares en el invierno. Viene de la palabra ópata “quipe” que significa lluvia y, según un conocedor, equipata sería algo así como “lluvia pertinaz,” y son una ayuda preciada para los criadores de ganado que esperan los pastos de invierno para que ayuden a pasar el periodo de secas que se instala desde febrero hasta julio. La “temporada” le llaman a esos meses en los que el trabajo se multiplica: Hay que juntar al ganado cerca de los represos o bebederos, acarrear alimento y estar pendientes de las vacas flacas en extremo para meterlas al corral y darles comida y agua para que se repongan. Esto sucedió todos los meses: Para todos los efectos, el 2023 fue, para nuestros ganaderos, una “temporada” continua de 365 días…
Por eso, hoy, que amaneció nublado y lluvioso, los habitantes de este árido Noroeste estamos felices y optimistas. Por acá, estas jornadas con el cielo encapotado y una lluviecilla casi permanente, son días bonitos que vivimos con gratitud. En una tierra donde tenemos fácilmente 320 ó 340 días de Sol en el año, y el termómetro llega a los 40°C con facilidad, valoramos y agradecemos los cielos cerrados que nos cobijan del Sol inclemente. Nos reímos cuando un ingenuo presentador del clima en la tele afirma que “hoy es un día precioso, asoleado en todo el País, con excepción de Sonora donde estará nublado y lloverá” (sólo le falta decir “pobres”). Por acá las nubes y el temporal son excepción y privilegio, siempre bienvenidas y gratificantes.
En esta mañanita se antoja volver a los usos y prácticas ancestrales de la vida en los ranchos, y sonreír con el chipi chipi, poner en la estufa o las brasas, una cacerola con agua a calentar, meterle una talega café molido, esperar unos minutos para tener el aromático brebaje caliente, arrimar una silla al porche, sorber el café y sentarse a ver llover…