Por Leonardo Boff*
En estos días estamos asistiendo a la actualización del relato bíblico: un rey feroz, celoso de su poder, manda matar a todos los niños menores de un año. El Herodes de hoy tiene un nombre, Benjamín Netanyahu. En su furor vengativo, su fuerza militar, aérea, marítima y terrestre ha asesinado a miles de niños, muchos de ellos todavía yacen bajo los escombros, además de a muchos otros miles de civiles que ni siquiera pertenecen a Hamas. No podemos dejar que esta tragedia oscurezca la fiesta radiante de Navidad. Ella es demasiado preciosa para no ser recordada y celebrada.
Volvamos al relato que nos llena de encanto aún ahora, más de dos mil años después. José y María, su esposa, embarazada de nueve meses, vienen de Nazaret, en el norte de Palestina, a Belén, en el sur. Son pobres como la mayoría de los artesanos y campesinos mediterráneos. A las puertas de Belén, en estos días arrasada por las tropas de Netanyahu, María se pone de parto: se sostiene el vientre pues la larga caminada ha acelerado el proceso de gestación. Llaman a la puerta de una posada y oyen lo que los pobres de la historia oyen siempre: “no hay sitio para ustedes en la posada” (Lc 2,7).
Bajan la cabeza y se alejan preocupados. ¿Cómo va a dar a luz? Descubren en las cercanías un establo de animales. Allí hay un pesebre con pajas, un buey y una mula que, extrañamente, permanecen en silencio, observando. Ella da a luz un niño, entre los animales. Hace frío. Lo envuelve en pañales y lo acuesta sobre las pajas. El crío llora alto como todos los recién nacidos.
Hay pastores que velan en la noche, vigilando el rebaño. Según los criterios de pureza legal de la época, los pastores eran considerados impuros y por eso despreciados, por estar siempre rodeados de animales, su sangre y sus excrementos. La visión idílica de los griegos y de los romanos que idealizan la figura de los pastores, tocando alegremente su flauta, era diferente. Pero son estos pobres e impuros los primeros en ver al Puer divinus, al niño divino.
De repente los envolvió una luz y escucharon desde lo Alto una voz anunciándoles: “no temáis, os anuncio una gran alegría, que es para todo el pueblo; acaba de nacer el Salvador; esta es la señal: encontrareis un niño envuelto en pañales, acostado en un pesebre”. Al ponerse, presurosos, en camino oyeron un cántico maravilloso, de muchas voces, que venía de lo Alto: “Gloria a Dios en las alturas y paz en la Tierra a los hombres amados por Dios” (Lc 2,8-18). Llegan y confirman todo lo que se les había comunicado: ahí está el niño, tiritando, envuelto en pañales y acostado en un pesebre, en compañía de animales.
Algún tiempo después, he aquí que vienen bajando por el camino tres sabios de Oriente. Sabían interpretar las estrellas. Llegan. Se extasían ante la misteriosidad de la situación. Identifican en el niño a aquel que iría a sanar la existencia humana herida. Se inclinan, reverentes, y dejan presentes simbólicos: oro, incienso y mirra. Con el corazón ligero y maravillados toman el camino de vuelta, evitando la ciudad de Jerusalén, pues ahí reinaba un “Netanyahu” terriblemente belicoso, dispuesto a mandar matar a quien viera al niño divino.
Lección: Dios entró en el mundo en la oscuridad de la noche, sin que nadie lo supiese. No hay pompa ni gloria, que imaginaríamos adecuadas a un niño que es Dios. Pero prefirió llegar fuera de la ciudad, entre animales. No constó en la crónica de la época, ni en Belén, ni en Jerusalén, mucho menos en Roma. Sin embargo, ahí está Aquel que el universo estaba gestando dentro de sí hacía miles de millones de años, la “luz verdadera que ilumina a cada persona que viene a este mundo” (Jn 1,10).
Debemos respetar y amar la forma como Dios quiso entrar en este mundo: anónimo como anónimas son las grandes mayorías pobres y menospreciadas de la humanidad. Quiso empezar desde abajo para no dejar fuera a nadie.
La situación humillada y ofendida de ellos fue la que el propio Dios quiso hacer suya.
Pero hay también sabios y hombres estudiosos de las estrellas del universo, los cosmólogos, los astrofísicos que captan por detrás de las apariencias el misterio de todas las cosas. Ven en este niño que tirita de frio, moja los pañales, lloriquea y busca, hambriento, el pecho de su madre, el Sentido Supremo de nuestro caminar y del propio universo. Para ellos también es Navidad. Dios vino no para divinizar al ser humano. El vino para se humanizar, para enseñarnos a vivir.
Es verdad lo que se dice: “Todo niño quiere ser hombre. Todo hombre quiere ser rey. Todo rey quiere ser Dios. Solo Dios quiso ser niño”.
Este es un lado, gozoso: un rayo de luz en medio de la noche oscura. Un poco de luz tiene más derecho que todas las tinieblas.
Pero hay otro lado, sombrío y también trágico, mencionado antes. Hay un “Netanyahu” que no teme matar inocentes. José, atento, pronto se da cuenta de que quiere mandar matar al niño recién nacido. Huye a Egipto con María y el niño en brazos, que duerme, busca el pecho y vuelve a dormir.
Miles de niños han sido asesinados en tierras de la Franja de Gaza parte de Palestina, la tierra de Jesús. Entonces se oyó uno de los lamentos más conmovedores de todas las Escrituras: “En Ramá se oye una voz, gran llanto y gemidos, es Raquel que llora a sus hijos asesinados y no quiere ser consolada porque los perdió para siempre”(Mt 2,18).
Los Herodes se perpetúan en la historia, también durante cuatro años en Brasil, bajo e presidente Bolsonaro que,insensible dejó morir 300 mil ciudadanos por negarles las vacunas salvadoras y actualmente en Palestina, bajo un cruel Primer Ministro Netanyhau. No obstante, habrá siempre una estrella, como la de Belén, que ilumine nuestros caminos. Por más perversos que sean los Herodes, ellos no pueden impedir que el sol nazca cada mañana trayéndonos esperanza, especialmente aquel que fue llamado “El Sol de la Esperanza”.
Es una alegría inaudita: nuestra humanidad, débil y mortal, a partir de Navidad empezó a pertenecer al mismo Dios. Por eso algo nuestro ha sido ya eternizado por el Divino Niño que nos garantiza que los Herodes de la muerte jamás triunfarán.
Feliz Navidad a todos con mucha compasión por tantas víctimas en Gaza, con luz y discreta alegría.
*Leonardo Boff es teólogo y ha escrito O Sol da Esperança: Natal, histórias, poesias e símbolos, Mar de Ideias, Rio 2007; Navidad: la humanidad y la jovialidad de nuestro Dios, Vozes 2009 y Sal Terra. Para hacer un pedido: contato@leonardoboff.eco.br
Traducción de María José Gavito Milano