Bellinghausen: “El camino de la selva”

Por Hermann Bellinghausen

No sé qué escrito de adolescencia afortunadamente hoy perdido le mostré a Louis Panabierre, un maestro de francés vecino de al lado que rentaba la que fue casa de mis abuelos. También escritor, especialista en Jorge Cuesta, por lo cual Octavio Paz, siempre celoso, lo consideraría un rival. Era amigo de Tomás Segovia, Salvador Elizondo y gente así. Dirigía la Alianza Francesa de Polanco. Un intelectual amigable, enamorado y bon vivant. De lo que me haya dicho, recuerdo apenas una frase: Hablas mucho del jaguar, es una presencia constante. No lo tomé como elogio. Me prevenía contra el lugar común. Era una advertencia para mi mente desordenada, y procedí a no mencionarlo más. Qué sabía yo de jaguares. No tenía una idea real, no los merecía. Apenas lograba diferenciarlos de los tigres de Emilio Salgari.

Venía de la escuela vagamente peripatética, y muy atenta a la poesía, de Mauricio Brehm, un maestro de mi vida. Enseñaba literatura en preparatoria y durante tres años yo y mis condiscípulos conversamos diario con él sobre literatura. La poesía mexicana, el boom latinoamericano y la Onda estaban en su apogeo. Poesía en movimiento era nuestro catecismo. Nos guio al Siglo de Oro y al teatro del absurdo. Poeta él mismo, injustamente ignorado, era especialista en Lope de Vega y en Octavio Paz, que todavía no regresaba a México ni estaba muy estudiado. Mauricio preparó una extensa investigación sobre él que nunca concluiría.

Los jaguares ya no salieron a cuento. Leyó cuanto escribí a lo largo de la preparatoria. No opinaba mucho sobre mis poemas, ni los corregía, ni los criticaba por malos que fueran, algo desconcertante, ya que sí lo hacía con los demás compañeros, varios de los cuales devendrían escritores reconocidos, figuras del teatro y el periodismo. No obstante, lo recuerdo diciéndome: Tienes una ventaja para escribir. Conoces la naturaleza, has vivido en ella. Lo cual era cierto. Desde los nueve años un golpe de liberación me puso en la senda del campismo y una década después era capaz de sobrevivir en bosques, selvas o playas desiertas; subía montañas, exploraba cuevas y barrancas; navegaba ríos caudalosos sobre grandes cámaras de llanta de camión. Me jugaba el pellejo al aire libre antes de que se acuñara el concepto deporte extremo.

Al terminar la preparatoria me fui a vivir unos meses a las montañas de Bachajón con Raya, mi amigo y compañero de aventuras. En ese viaje pensé poemas, los mejores de mi vida. Pero no los escribí. Leí en cambio a los trágicos griegos, cuyas obras encontré en la misión jesuita (edición Sepan Cuantos) y cometí el crimen de robármelas. Craso error que pagué caro cuando, al dejar Bachajón caminando selva adentro, tuve que cargarlas durante cuatro días de lodos, serpientes y agotadoras pendientes para arriba y para abajo. Llegamos a Palenque, visitando antes las novísimas colonizaciones tseltales en la selva Lacandona y dejando atrás la cuenca del río Grijalva para internarnos en la del Usumacinta.

Esas experiencias propiciaron, llegado el tiempo, que estuviese en condiciones de acompañar en la selva de Chiapas a los rebeldes zapatistas. Otros eran los riesgos. Había noches en la montaña que ellos anunciaban: Esta noche hay que dormir con las botas puestas. Podría ser necesario correr, si el Ejército federal atacaba esa posición, como los vuelos rasantes de la tarde hacían temer.

En fin, que mi relación con la selva Lacandona es de por vida. Jan de Vos, su historiador canónico (a quien conocí muchos años después y no en Bachajón, adonde llegó como misionero jesuita poco después de mi partida y allí aprendió el tseltal), ya convertido en un historiador importante, me decía: eres el último viajero de la selva Lacandona. Incluso lo escribió en su antología Viajes al Desierto de la Soledad: Un retrato hablado de la selva Lacandona. Espero que se equivoque.

No tengo la cuenta de las veces que visité la selva antes y después de mi experiencia con los rebeldes zapatistas. Incursioné y sobrevolé Lacandonia. Conocí ciudades perdidas de los mayas y las ruinas consagradas de Bonampak cuando no había caminos, así como Palenque, Yaxchilán, Tikal, Piedras Negras y Toniná. Me familiaricé con los rugidos del saraguato, con el correcaminos, el tepezcuintle, el tejón, el tapacaminos (o pajaro caballero, como un día me reveló el periodista Amado Avendaño mientras incursionábamos en las cañadas de Ocosingo), el zorro, el zorrillo, los venados y algunas bestias raras como el tapir o danta, el cabeza de viejo, el tigrillo montés, variedad de culebras y víboras, la llamativa mazacuata, la peligrosa nauyaca, la timidez del cocodrilo, la coquetería del tucán y una variedad de insectos y aves que ni en el estado más febril o alucinado hubiera podido imaginar. Fui víctima de chaquistes, mostacillas, ácaros y hormigas rojas, millares de ellas. Una mañana vi pasar, vibrando como terremoto bajo mi hamaca en el claro de la selva, una verdadera marabunta como de cuento de Quiroga, devorándolo todo, pasando por la ranchería vecina previamente abandonada por sus pobladores para permitirles dar un inmejorable servicio de limpieza, siempre y cuando no alcanzara a un pollo, un perro o un bebé, en la escala trágica de esas hormigas grandes e implacables.

Conocí las carnes de los indígenas carcomidas por la lepra de los chicleros, o leishmaniasis, y vi sobrevivir a mis amigos de la picadura del conspicuo alacrán. Las arañas estaban todas, inofensivas y viudas negras, tarántulas más grandes que un ratón y más peludas. Un atardecer vi millares de garzas blancas emprender el vuelo y cubrir el sol completamente, al fondo de la cañada de Las Margaritas.

(Relato de la serie El río y el jaguar.)

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