Por Ernesto Camou Healy
Esta semana el vocero de Seguridad Nacional de Estados Unidos anunció que el Ejército israelita dejará de atacar y bombardear Gaza en lapsos de cuatro horas diarias, con el objetivo de permitir a la población escapar de las hostilidades, es decir, brindarles una ventana temporal –de humanitaria la califican– cada día para que puedan protegerse mejor, o tratar de cruzar la frontera hacia Egipto y ser recibidos ahí como refugiados y no tan bienvenidos, más bien una preocupación más para quienes gobiernan ese país.
El anuncio del portavoz del Gobierno de Joe Biden demuestra el alto grado de complicidad entre una facción del Gobierno estadounidense y el grupo sionista que gobierna Israel y que organizó la invasión a sus vecinos, recluidos desde hace años en un espacio exiguo, sobrepoblado y una especie de cárcel geográfica, la Franja de Gaza, territorio ocupado y hostigado continuamente por el Ejército israelí.
Recordemos que después de la Segunda Guerra Mundial los vencedores decidieron conceder al pueblo judío un territorio en el cual establecer un Estado nacional, para que pudieran concluir el larguísimo periodo de dispersión geográfica al que los obligó la diáspora que inició el imperio romano y forzó la disgregación de los judíos por el mundo conocido en ese tiempo. La población no israelita que habitaba esa región poco a poco fue estableciéndose ahí y apropiándose de la tierra, sujetos a Roma, primero, luego a otros pueblos conquistadores y después como colonia dominada por los intereses europeos hasta que se decidió dividir ese espacio en dos estados: Por una parte, Israel, compuesto por migrantes judíos de todo el mundo, y por los pocos hebreos que habían permanecido en esa su “tierra prometida”, y de la otra parte, Palestina, que agruparía a las etnias que ocupaban ese lugar desde dos milenios atrás.
Con el auxilio de Estados Unidos y varios países europeos, Israel se consolidó como un Estado fuerte y viable; pero Palestina no tuvo las facilidades para lograr establecerse como nación, en buena medida por falta de sostén, pero también por el reiterado acoso por parte de su vecino, cada vez más organizado, militarizado y prepotente.
En esas circunstancias de opresión, surgieron en el seno del pueblo palestino grupos radicales que se propusieron lograr por las armas su independencia y fundar un Estado nacional en ese territorio. Uno de ellos es Hamás, una organización que ha luchado por lograr un país propio, y que considera a Israel una potencia ocupante.
Hamás fue la que organizó el ataque a un festival musical israelita celebrado el 7 de octubre a unos cuantos kilómetros de la frontera con Gaza. Se podría considerar una provocación sionista a los palestinos, sin duda; pero la respuesta de Hamás, atacar con bombas y comandos armados a la multitud que festejaba un tanto atrevidamente, pareció también una acción irresponsable y perturbadora, pues era de esperar una respuesta violenta de Israel. Hamas provocó mil 400 muertos en ese atentado, y generó la réplica desmesurada que está llegando a la cifra de 10 mil palestinos fallecidos, la mayoría civiles, muchos de ellos niños, en una lucha desigual en la cual la mayor parte de las víctimas, estaban confinadas en un espacio muy limitado: Son apenas 360 kilómetros cuadrados en los que viven casi dos millones de personas, 4,110 habitantes por cada kilómetro cuadrado, cuando en México somos apenas 64 por kilómetro cuadrado.
En esas condiciones cada proyectil causa muerte y destrucción considerables. Si a eso se le añade que durante décadas Israel controlaba y proveía los servicios de agua, electricidad y buena parte de los alimentos que consumían, ahora, que no cuentan con esos bienes básicos y tienen pocas posibilidades de salir del territorio, la operación militar israelí parece haber pasado de venganza cruel, a un exterminio desalmado.
Da la impresión de una campaña genocida muy bien organizada y planificada: Cada día tienen 20 horas para la refriega y cuatro horas de descanso. ¿Pausa humanitaria…?
Ernesto Camou Healy es doctor en Ciencias Sociales, maestro en Antropología Social y licenciado en Filosofía; investigador del CIAD, A.C. de Hermosillo.