Por Ernesto Camou Healy
En estos días se ha agudizado el ya antiguo pleito entre Israel y los moradores de la Franja de Gaza. El problema es arcaico y complejo, resulta difícil lograr un compromiso que respete la dignidad de los querellantes y se les haga justicia.
Después de la Segunda Guerra Mundial se concedió al pueblo judío un territorio en el cual constituir un Estado nacional. Parecía de justicia que volvieran a aquella región que, dice la Biblia, Dios les había prometido y a la cual Moisés guió al pueblo desde que huyeron de Egipto. Se trata de una saga que se remonta varios miles de años atrás. En ese entonces, narran las leyendas, el pueblo elegido tuvo que luchar por ocupar esa tierra prometida. No era una comarca inhabitada. Esa muchedumbre errante que venía del Sinaí tuvo que pelear contra los habitantes originales y subyugarlos para acceder a la promesa.
Desde entonces la vida en esa región ha sido complicada y difícil: Quienes ahí vivían consideraban su morada y patrimonio las tierras donde pastoreaban y cultivaban, y no compartían la fe en un Dios distinto que los despojaba de su heredad.
Desde entonces ha habido una relación ríspida entre aquellos recién llegados y los descendientes de los naturales originarios con quienes se estableció una relación subordinada a las necesidades de Israel. Ahí se instituyó una novedad religiosa: La fe en un solo Dios, un monoteísmo que planteaba una relación comunitaria y personal entre el pueblo y la divinidad: Se sabían elegidos por Dios y protegidos por Él.
El imperio romano los invadió y como eran más bien levantiscos, poco se avinieron a una condición subordinada: Pelearon contra Roma hasta que en el año 70 de nuestra era los romanos los vencieron, destruyeron el Templo –centro de la nación– y los expulsaron de su tierra consagrada: Fueron dispersados por el orbe conocido: Por Europa, África y el Oriente. Como poseían una cultura rica y vibrante, establecieron comunidades en toda aquella geografía, y conservaron el contacto con sus hermanos y parientes, con quienes compartían y atesoraban su historia y religión.
Desde el siglo 19 muchos judíos iniciaron un movimiento y un reclamo: Volver a la tierra que habían perdido 1800 años atrás. Eso se quiso remediar al mediar el siglo pasado: Se les otorgó la tierra ancestral para que establecieran una nación soberana. Pero ese terruño tenía ocupantes, los antepasados de los palestinos actuales que la habían hecho suya por casi dos milenios. El nuevo país nacía dividido: Dos pueblos, dos historias, dos culturas y dos religiones –la musulmana y la judía–, debían compartir el mismo suelo. Y los recién llegados tenían el mando por más que los palestinos contaban siglos ahí…
No ha sido una relación tersa: El pueblo palestino ha sido confinado a la fuerza a cuatro territorios “autónomos”: La Franja de Gaza, Cisjordania, Jerusalén Este y los Altos de Golán. Y muchos países consideran que tenerlos así aislados equivale a una ocupación por una potencia extranjera, y una especie de cárcel geográfica, pues tienen fuertes restricciones de tránsito; dependen de Israel para la energía eléctrica, el abasto de víveres y el agua; y necesitan autorización para cruzar fuera de su territorio.
La Franja de Gaza colinda con Egipto al Sur y con Israel al Oriente y Norte. Tiene 41 kilómetros de largo, menos que de Hermosillo a Carbó, y sólo tiene 12 kilómetros de ancho que se reducen a seis. Y ahí viven dos millones de palestinos, con escasas oportunidades de trabajar y sin posibilidad de salir.
Eso explica, pero no justifica la violencia: Ambos han sido agresores y ofendidos.
Ninguno tiene la razón: La reciente embestida la inició Hamás, una organización palestina; pero la respuesta violenta de Israel también resulta inhumana.
Es una dinámica antigua y nadie parece dispuesto a buscar soluciones y ensayar convivir. Y la población civil paga con sus muertos la tozudez de quienes dicen gobernar…