Por Ernesto Camou Healy
Hoy inicia el Otoño. Es el equinoccio, un día especial pues por la alineación de la tierra con el sol, tendremos la misma duración del día y la noche, fenómeno que sólo sucede dos veces en el ciclo anual, en el paso del Verano hacia el Otoño, y al terminar el Invierno e iniciar la Primavera, en el mes de marzo.
El clima otoñal es famoso por la transformación que realiza en la naturaleza. Hemos visto incontables imágenes de bosques que paulatinamente se van tornando de verdes en rojos casi combustibles para luego comenzar a amarillear y al final, tirar definitivamente las hojas secas, señal inequívoca que el Invierno llega y se asienta.
Es un espectáculo que hemos visto en películas incontables ocasiones, pero en esta llanura norteña, árida y desértica, esta mutación del entorno no tiene lugar: Las plantas de nuestro hábitat tienen otros mecanismos de adaptación y conservan su follaje pues el clima no alcanza los rigores de otras latitudes: Hay pocas heladas.
Inicia pues un Otoño menos lucidor pero pleno de esperanza: El cambio gradual de temperatura nos va acercando a un invierno que suele ser leve y grato, se terminan los calores del verano inclemente y los días pasan a ser un entretiempo las más de las veces muy agradecible. Mi abuela, doña Amelia, fiel a su origen norteño, era de Tubutama, afirmaba que el 1 de octubre había que sacar los suéteres y estar listos para los rigores de la estación que se anunciaba. Casi nunca le atinaba y el friito tardaba en arribar, pero ella estaba preparada para los rigores inclementes que desde el inicio del otoño estaban advertidos.
El resto de la familia, más remolones, íbamos cambiando la vestimenta conforme bajaba el termómetro: Adoptábamos pronto las camisas y blusas de manga larga y nos regocijábamos cuando las mañanitas exigían un chaleco cubridor. La estación traía un cambio paulatino en el atuendo: De a poquito cada día nos íbamos arropando hasta llegar a las chamarras gruesas del enero helado que se presenta sólo por unos días para retornar pronto a un clima maravilloso, fresco, soleado y estimulante. Eso nos advierte el Otoño que inicia…
La esperanza también residía en el retorno de las fiestas navideñas y de fin de año. La nochebuena era, para aquellos infantes inquietos, la mejor noche del año: Sabíamos que se celebraba el nacimiento del Niño Dios, pero nos ilusionaba su ayudante jovial, obeso y muy poco equitativo que traía regalos y juguetes a los niños, decíamos un poco precavidos, que se habían portado bien. Fuera de nuestro horizonte infantil estaba la mayoría de los vecinos y coterráneos para los cuales la navidad era una fecha más, bienvenida pero nunca colmada de obsequios, ni necesariamente bienestar.
El Otoño era una señal eficaz de que, además del fin de las canículas y calideces veraniegas, presagiaba un ciclo de camaradería que a todos, eso creíamos, nos hermanaba y unía en una alegría que nos parecía genuina a pesar de la tozuda insistencia del comercio que nos conminaba a ser felices adquiriendo todo aquello que producía un regocijo que excluía a la mayoría, y nos resguardaba en una especie de burbuja social en la cual el paradójico nacimiento en un pesebre era más una anécdota simpática que un mensaje profundo.
Tardé años y tiempos de reflexión para entender que ese acontecimiento planteó una exigencia, una llamada de atención hacia la inequidad y el sufrimiento que nosotros mismos, en cuanto sociedad, infligimos a una porción no pequeña de nuestros hermanos y que clama al cielo por una solución. Era difícil entender ese llamado si desde ese otoño puntual ya teníamos un cambio en el clima, se anunciaban las tardes frescas y radiantes, y se nos pregonaba una navidad gozosa y plena de dispendio.
Es mucho más que eso: Ya comienzan a machacarnos la necesidad de comprar para ser felices. No nos vayamos con la finta…