Huellas de Salvador Allende en México

Por Hermann Bellinghausen

La mañana del 11 de septiembre de 1973 todos nos dimos contra la barda. El impacto fue brutal. Recuerdo al detalle el lugar, el momento y la voz mensajera. Salía yo de mi primera clase del día y bajaba la rampa de la Facultad de Medicina en Ciudad Universitaria cuando me salió al paso mi amiga chilena Claudia, debo decir que menos allendista que yo, no recuerdo si me rebasaba por la izquierda o por la derecha cuando discutíamos la situación de Chile, asunto para el que me había vuelto especialmente sensible. Sólo recuerdo sus ojos verdes llorando: ¡Gallo! ¡Golpe militar! ¡Allende está muerto!

Nos abrazamos como náufragos. En las horas, días, semanas y meses siguientes la tragedia se desarrollaría a los ojos del mundo. Ingenuo y principiante, no lograba entender que el mal pudiera ganarnos. Claudia desapareció, nunca supe más de ella.

Mi primera experiencia de politización había sido el apoyo a la Unidad Popular. Ya antes, cuando era un escuincle pretencioso, me interesé en el eterno candidato chileno, hasta que ganó en 1970. Por una vez, creí en la democracia electoral. A un par de cuates, otro par de maestros de la prepa y a mí nos dio un gustazo. Se respiraba la resaca del 68, Echeverría era el nuevo presidente, que con el peso de la culpa homicida se hizo el muy tercermundista. Su esposa, la compañera María Esther, fue la primera primera dama en portar huipiles en las galas presidenciales.

O sea, todo estaba muy raro. Desde mi paso por Filosofía y Letras, en 1972, oí el susurro que invitaba a la lucha armada, pero decidí no hacerle caso. Por eso me latía Allende. Supongo que influyó para cambiarme a Medicina.

Ese año él vino a México y dijo en la Universidad de Guadalajara un discurso que me llegó más que los catecismos de Lenin que por entonces leía en ediciones de un peso y me despeñaba en Marcuse y Sartre como si yo tuviera conocimiento de causa. Allende me aludió personalmente:

Yo no he aceptado jamás a un compañero joven que justifique su fracaso porque tiene que hacer trabajos políticos; tiene que darse el tiempo necesario para hacer los trabajos políticos, pero primero están los trabajos obligatorios que debe cumplir como estudiante de la universidad. Ser agitador universitario y mal estudiante es fácil; ser dirigente revolucionario y buen estudiante es más difícil.

Y añadió: La juventud contemporánea, y sobre todo la juventud de Latinoamérica, tiene una obligación contraída con la historia, con su pueblo, con el pasado de su patria.

Ya por entonces, diciembre de 1972, la situación de Chile era alarmante. Una derecha de cacerolas, atentados, saqueos financieros, golpes en el Congreso y los medios me desesperaba.

Leía el Excélsior de Scherer cada mañana. Tanto fue mi interés que añadí a mi fanatismo roquero la canción chilena: Inti-Illimani, Quilapayún, Víctor Jara, Isabel y Ángel Parra, la adoración dramática por Violeta. A fin de cuentas, mi inicio literal en la poesía había sido con Pablo Neruda; lo descubrí en una farmacia.

Antes del golpe ya se debatía la lucha armada. Los seguidores del Movimiento de Izquierda Revolucionaria eran bastantes, y después del golpe culparon a Allende por no repartir armas al pueblo. Pero el golpe mismo, los bombardeos sobre La Moneda, la instauración del terror, sus encarcelamientos, cateos, torturas, el estadio-cárcel, las manos de Víctor Jara, los asesinatos en masa y el respaldo yanqui dejaban claro que el golpe era definitivo.

Aunque un mal poema, consideré programáticamente la Incitación al Nixoncidio de Neruda, nomás por venir de él y porque estaba de acuerdo.

Una gran oleada de exiliados se dejó caer. Echeverría, necesitado de legitimación, se puso a modo. Hubo trabajo para ellos en el gobierno, la academia, la cultura; muchos más trabajaron de lo que encontraron para sostener a sus familias. Memorables fueron las acciones del embajador mexicano Gonzalo Martínez Corbalá para proteger y sacar de Santiago a quien pudo.

La influencia intelectual sería importante, más allá de los manuales de Martha Hanecker. La hipocresía del gobierno resultó útil para nuestro aprendizaje, mientras emprendía su guerra sucia. Hacia el fin de su gobierno supe de primera mano que Echeverría y la compañera tenían en su recámara en Los Pinos un altar a los camaradas Allende y Mao.

En 1971, Echeverría se hizo el magnánimo: respondiendo a la presión de intelectuales, liberó a los presos por el movimiento estudiantil y los mandó a Sudamérica. Allende les dio refugio. Un raro caso de exilio mexicano, que en realidad duró poco. Las cosas en Chile estaban demasiado revueltas y no tenían margen de acción.

En Medicina ocurría algo inusual. A partir de 1971, en una universidad pasmada y temerosa que pondría al rector Pablo González Casanova en la cuerda floja, la mayor facultad (25 mil alumnos) experimentaba una intensa actividad de comunistas, trotskistas, socialistas y hasta enfermos de Sinaloa.

La derecha médica se apoderó de la Universidad Nacional Autónoma de México, pero en Medicina la década de los 70, la política estudiantil la llevaría la izquierda. Resultó natural que el auditorio, hasta entonces sin nombre, fuera bautizado Salvador Allende. Allí recibió la frente presidencial una certera pedrada en 1975.

De manera inolvidable, el golpe de Chile nos pegó a los jóvenes. No todo en la vida se aprende por las buenas.

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