El rock de las edades

Por Herman Bellinghausen

La experiencia del rock invadió casi todos los espacios de la imaginación moderna. Acabó aceptándolo el Estado soviético, a regañadientes. La catarsis con los Stones en La Habana en 2016 tardó tanto en cumplirse que el detective Mario Conde prefirió ser el único cubano en no acudir al concierto (Personas decentes, 2022); le pareció demasiado tarde. Cuando los ayatolas prohibieron la música en Irán, Frank Zappa parafraseó esa locura en Joe’s Garage (la música sólo suena en la mente). De los peligros del rock bajo el Islam recuérdese la persecución al raï en Argelia, o al punk en Teherán (Nadie sabe nada de gatos persas, Bahman Ghobadi, 2009). En cambio, los predicadores evangélicos no dudaron en adoptar el rock como vehículo de su propaganda religiosa.

Determina algunas novelas memorables en inglés: La tierra bajo sus pies, de Salman Rushdie; Tú no me amas todavía, de Jonathan Lethem; El buda de los suburbios, de Hanif Kureishi; La subasta del lote 49, de Thomas Pynchon. El irlandés Joseph O’Connor, hermano de Sinead, publicó con éxito The Thrill of It All en 2014. Por lo demás, la crítica cultural de Greil Marcus retrata brillantemente algunos periodos históricos de Estados Unidos siguiendo el estro de Dylan. El rock originó toda una escuela de periodismo y crónica. Se convirtió en género fotográfico y propició el nacimiento de un nuevo lenguaje audiovisual y narrativo: el videoclip.

Su presencia en el cine ocupa varios aspectos: biopics, documentales, conciertos (DA Pennebaker, Martin Scorsese), ensayos fílmicos (Jean Luc Godard, Wim Wenders, Michael Winterbotom), cuentos de hadas (Laberinto, de Jim Henson), aventura y romance (Calles de fuego, de Walter Hill), fantasías temáticas tipo Velvet Goldmine I’m Not There (Todd Hynes), Across The Universe (Jane Taynor). Y un sinnúmero de pistas sonoras para filmes en todo el mundo: partituras originales o cualquier combinación imaginable. Los cineastas como diyéis.

Influidas por el fenómeno de Elvis Presley, desde finales de los años 50 habían proliferado en el cine nacional las películas juveniles; twist y rocanrol para lucimiento romántico de César Costa, Enrique Guzmán, Alberto Vázquez, Manolo Muñoz, Angélica María, Julissa y los grupos de la época. Tras el 68, el advenimiento del verdadero rock y su afán antisistema borraría esa etapa ingenua. Las nuevas ficciones, menos abundantes, sin duda mejores, no necesariamente se enfocan al rock como tal.

Federico Arana ha recuperado esas épocas, además de continuar sus Guaraches de ante azul con Grandezas y miserias del rock mexicano (2018). Fue crítico feroz de los folcloroides y hasta recogió Los cien más cachondos rocanroles de las lenguas españolas. Su mirada nunca es complaciente. También han reconstruido esos andares Jorge Velasco (Sonido de la resistencia, El canto de la tribu) y Tere Estrada con su exhaustiva Sirenas al ataque: Historia de las mujeres rockeras mexicanas.

Son poco conocidas las aventuras de escritores en bandas como Naftalina y Las Plumas Atómicas. Sergio González Rodríguez fundó con su hermano Pablo el popular grupo Enigma. En 1965, Alfonso Arau y Marco Polo Tena habían juntado a los Tepetatles, unos Beatles del petate, con Julián Bert, José Luis Martínez y Marcos Lizama, de la mano con Carlos Monsiváis, José Luis Cuevas y Vicente Rojo.

Hablar del rock mexicano exige considerar a revistas como Pop, Conecte, que desde 1975 mantuvo al día, por tres décadas, a la audiencia no trasnacionalizada y, sobre todo del Tianguis Cultural del Chopo, nacido en el Museo Universitario del Chopo de la colonia Guerrero en 1980, impulsado por el especialista Jorge Pantoja y las gestiones de Ángeles Mastretta, entonces directora del recinto. En su accidentada historia, al Chopo lo persiguieron las autoridades de la ciudad, fue atacado por golpeadores a sueldo, cambió de ubicación varias veces, ha sufrido fracturas, crisis y confrontaciones, pero se mantiene como una ventana autóctona abierta al universo del rock. Javier Hernández Chelico publica puntualmente en La Jornada su guía chopera.

Nacido como espacio de trueque y encuentro de tribus, devino tianguis vintage rebosante de jóvenes que compran música y regalia a roqueros mayores y hasta rucos. Al fondo siguen funcionando el intercambio y una tarima para cualquier cantidad de bandas sábado tras sábado. Muerto, muerto, el rock todavía patea. Metaleros y punks más que jipis, con tatuajes, estoperoles y botas perronas. En esta zona de tolerancia se ven rastas, emos, darquetos, veteranos de la nostalgia y recién llegados a esa nostalgia.

Alguna vez recorrí el Chopo con Manu Chao antes de su superfama solista. Los chavos lo reconocían por Mano Negra. Lo rodeó una bolita que se hizo grande y nos fuimos a chelear con ellos en una cervecería que ya no existe. Pocas veces he visto alguien más dispuesto al abrazo de una multitud que bien podría ser enfadosa o abrumadora. Estaba en su medio, pez en el agua. Así debió fraguar el eclecticismo gozoso de sus discos posteriores.

En otra ocasión mucho más reciente me encontré al pie del foro a Cecilia Toussaint y a Alfonso André (de Caifanes, Jaguares, La Barranca), mientras sobre el escenario tocaban el hijo de ambos, Julián, y una banda de chavos con esa música y ese ruido en la sangre.

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